Usted está aquí: martes 13 de junio de 2006 Opinión El marquito

Pedro Miguel

El marquito

A demás de dibujos y acuarelas, la gente pone tras un vidrio todo aquello que la vincula con sus propios logros y con su idea de trascendencia: diplomas, reconocimientos, fotos de graduación, de boda y de encuentros con celebridades, fotocopias del primer cheque, recortes de prensa en los que se menciona su nombre. Exhibir y preservar, dar un toque de oficialidad e institucionalidad a la vida privada o acentuar los atributos correspondientes cuando se trata de entidades que exhiben sus logros para impresionar a socios, a clientes y a competidores. Alguien, en el alto mando de las tropas estadunidenses en Irak, tomó la decisión de enmarcar las imágenes amplificadas del cadáver de Al Zarqawi para presentarlas a la prensa.

La mirada mediática se concentró, como debe ser, en el motivo principal, y no es fácil discernir si para dar realce a las gráficas del despojo mortal, los militares invasores emplearon un marco de madera o uno de aluminio dorado; parece más bien lo segundo, sobre todo, si se toma en cuenta el gusto imperante en las bases castrenses y el cálculo previsible sobre la durabilidad de los materiales en condiciones de uso rudo. No tiene mucha importancia. El hecho es que alguien del alto mando ordenó la producción de amplificaciones y las mandó a enmarcar para ofrecerlas a la opinión pública, y eso suscita algunas preguntas: ¿Hicieron las copias con un plotter de gran formato? ¿Subcontrataron el trabajo a alguna de las empresas que hacen negocios en Irak? ¿Tiene el ejército de Estados Unidos su propia división de marquetería, o bien enviaron a un mensajero a que encargara un trabajo urgente en un establecimiento iraquí, cercano al cuartel general? ¿Quién decidió el color y el ancho de la María Luisa o del passepartout? ¿Y cuál es el destino de estas fotos enmarcadas después de la conferencia de prensa? ¿Serán enviadas a una bodega en Oklahoma o adornarán el despacho de un teniente coronel?

Hay que reconocer que, en esta ocasión, la presentación de la presa ante el público fue un poco menos enferma que la exhibición en pedazos de los organismos difuntos de los hijos de Saddam Hussein, ensamblados, resanados y maquillados para que se parecieran lejanamente a los individuos vivos. Pero el principio del ritual es el mismo: se trata de dar cuenta de las dotes guerreras propias y de incorporar a ellas la potencia del jabalí recién cazado.

Hace ya algunas centurias que alguien descubrió barbarie en la exhibición de estos trofeos cuando la pieza pertenece a la especie humana, pero la noción no termina de asentarse: ha pasado un siglo desde que los soldados turcos posaban para las cámaras de fuelle con las cabezas de los armenios exterminados y la costumbre no pierde arraigo; ahora, en nombre de la civilización occidental, los estadunidenses siguen organizando ceremonias para devorar el hígado del adversario caído. Pero cómo se escandalizan cuando el enemigo muestra en grabaciones videográficas las testas cortadas de los rehenes extranjeros.

Este Al Zarqawi era un hombre misterioso y polémico; no parece muy probable que haya sido el gran dirigente de la resistencia iraquí, como lo presentan sus verdugos, ni hay indicios para suponer que tras su muerte amainen las acciones de la insurgencia. Da la impresión, en todo caso, que para los invasores resultaba más útil vivo que muerto (como ocurre con Bin Laden), porque ahora tienen, en un marquito casi tan horrendo como el asesinato de guerra, la foto de su cadáver, y se han quedado sin un sujeto en quien individualizar las fuerzas del Mal. Adicionalmente, dieron una prueba más de que esta guerra no es ninguna empresa civilizatoria sino una aventura salvaje y carnicera en la que se degrada todo mundo: victimarios, víctimas y testigos, así sea involuntarios.

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