Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 11 de junio de 2006 Num: 588


Portada
Presentación
Bazar de asombros
Capitalismo y comunismo: los mineros del carbón de Frank Keeney
EDMUND WILSON
Detroit Motors: línea de ensamble
EDMUND WILSON
El maestro de la escena
EDMUND WILSON
Un lugar para saltar
EDMUND WILSON
Mentiras transparentes
FELIPE GARRIDO

Columnas:
Ana García Bergua

Javier Sicilia

Naief Yehya

Luis Tovar

Manuel Stephens

Jorge Moch


Directorio
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El maestro de la escena

Edmund Wilson

Henry Ford es, por supuesto, un hombre excepcional: un genio de la mecánica y de la industria. Es cierto que tiene pocos inventos importantes, que por lo general explota los principios descubiertos por alguien más, pero aun así, el niño que una noche se escapó en contra de las órdenes de su padre y que atravesó el río nadando sólo para poder arreglar el motor de la trilladora del vecino, cuyas manos, dice, "sentían comezón por apoderarse del acelerador", que reparó su primer reloj con un clavo viejo que afiló con una rueda de molino, y que antes de cumplir los veinte años construyó una "locomotora agrícola" al montar una máquina de vapor sobres las ruedas de una segadora mecánica, este niño, desde entonces, daba muestras de una capacidad de concentración y de una atracción instintiva por un medio que hacen que uno reconozca en él la vocación de un maestro. Del desatornillador improvisado y de la locomotora agrícola, Henry Ford, a pesar de las enormes dificultades, pasó directamente a la planta de River Rouge, con todas sus fuentes de materia prima y sus auxiliares, ese cosmos industrial autosuficiente, una obra maestra de ingenuidad y eficiencia. En cualquier campo, poca gente es capaz de seguir su propio camino con la intensa resolución de Ford; poca gente siente una pasión tan grande por lo que hace que es capaz de excluir por completo cualquier otro interés. ("No me gusta leer libros —dice Ford—. Desordenan mi mente.") Y es una pasión que no tiene otra ambición que la de satisfacerse a sí misma. No hay evidencia de que a Henry Ford le preocupe mucho el dinero. No se ha dedicado sistemáticamente a amasar una fortuna por placer o por exhibicionismo: su sentido financiero se ha desarrollado bajo la presión de enfrentar las emergencias. Necesita dinero para expandir su planta, y al hacer cálculos en función de la última fracción de un centavo, ha descubierto una de las reglas del juego que él mismo estableció. Este juego es una expresión directa de su personalidad: fabricar automóviles que, a pesar de su sencillez, sean también los más baratos, los más fuertes e indestructibles. Cuando, en 1921, los banqueros lo tenían casi acorralado, Henry Ford les dio jaque mate con un inesperado y poco profesional movimiento financiero al entregar a los distribuidores su mercancía, obligándolos a pagar mediante un crédito bancario (inaugurando así, según algunos, la era de las ventas de alta presión).

Tampoco hay evidencia de que a Henry Ford le haya preocupado mucho el bienestar de sus trabajadores, excepto durante un breve periodo. Es evidente que su inmunidad a las aspiraciones sociales y a los lujos de los ricos se debe más a una obstinada voluntad de hacerse valer por lo que es que a un sentimiento de solidaridad con el hombre común. Ford ha tenido suficientes dificultades para sobrevivir y crear el coche Ford y la planta de River Rouge como para preocuparse por cómo facilitarles las cosas a los demás, quienes, a pesar de todas las desventajas que puedan enfrentar en un principio, pueden muy bien salir adelante, él lo sabe, si realmente tienen madera como él. ¿Acaso no ayudó a crear una nueva industria y no se convirtió en uno de sus amos —un niño nacido en una granja del oeste, sin ninguna educación ni preparación, y a pesar del ridículo general, de la competencia despiadada y de las diabólicas conspiraciones de los banqueros? Que los demás trabajen tan duro como él. ¿Con qué derecho se quejan los empleados de sus fábricas por las breves y bien pagadas ocho horas que pasan ahí?

No obstante, proteger a tus empleados es una política que ahorra dinero y evita alborotos, y la reputación de ser humanitario es muy buena publicidad. En la obra Mi vida y mi trabajo, Ford autoriza a Samuel Crowther a escribir en su nombre el siguiente pasaje que narra cómo se instituyó, a principios de 1914, la jornada de ocho horas diarias, los seis días a la semana y el salario mínimo de cinco dólares:

Pensamos que fue un acto de justicia social, y en último análisis, lo hicimos por nuestra propia satisfacción de conciencia. Se siente placer al dar felicidad —saber que aligeras un poco la carga de tus semejantes—, que les ofreces un margen que les permite disfrutar y ahorrar. La buena voluntad es uno de los pocos bienes realmente importantes en la vida. Un hombre con determinación puede conseguir prácticamente todo lo que se proponga, pero si entre sus adquisiciones no está la buena voluntad, no ha ganado gran cosa.

Aquí está, sin embargo, el relato del señor Pipp [E. G. Pipp, Los dos lados de Henry Ford, 1926]:

Yo escuché discusiones sobre quién fue el responsable del salario de cinco dólares. Se lo pregunté a Ford directamente, quien me dijo que lo pensó durante muchas noches y que llegó a la conclusión de que la maquinaria se había convertido en un elemento tan fundamental en la producción que si se lograba impulsar a los trabajadores a que aceleraran la producción mecánica, existiría una mayor ganancia con el salario alto que con el bajo. Diseñó el plan de duplicar el salario de los trabajadores que ganaban menos y, proporcionalmente, el de todos, aumento que se aplicaría una vez transcurridos seis meses dentro de la compañía y después de cumplir con otras condiciones. Según recuerdo la cantidad que él me dio fue de 4.84 dólares diarios para el obrero con el salario más bajo con una antigüedad de seis meses. Me dijo que le presentó la cifra a Couzens [James Couzens, asesor de Ford] quien le dijo: "¿Por qué no cerrarlo en cinco dólares y será la mejor publicidad que un auto haya tenido?", más o menos. Couzens no tuvo que repetírselo dos veces. Cuando la información se dio a conocer, para el público fue una verdadera noticia, y de un enorme valor publicitario para la compañía, de la que Ford se sigue beneficiando.

No es necesario dudar que en Ford se liberaron ciertos sentimientos de auténtica generosidad gracias al inusual rumbo que tomó la motivación de la utilidad. La misma imaginación que ha demostrado para la mecánica la tiene para la vida. Aquí hay una tercera explicación de los cinco dólares mínimos, tal como Ford se la dio al doctor Marquis [Rev. Samuel S. Marquis, Henry Ford: una interpretación, 1923]:

Le pregunté por qué había fijado el salario mínimo para la mano de obra no calificada en cinco dólares. Su respuesta fue: "Porque eso es lo menos con lo que un hombre puede mantener a su familia en estos días. Hemos estudiado las condiciones de vida de nuestros empleados, y encontramos que el hombre calificado es capaz de proporcionarle a su familia no sólo la satisfacción de sus necesidades básicas, sino incluso ciertos lujos de la vida. Puede ofrecerles una educación a sus hijos, criarlos en una casa decorosa en un barrio conveniente. Pero para el obrero no calificado es distinto. No gana lo suficiente. No está recibiendo todo lo que le corresponde. Y no debemos olvidar que él es tan necesario para la industria como lo es la persona calificada. Si sacas al barrendero de la fábrica en muy poco tiempo no se podrá trabajar ahí. No podemos salir adelante sin él. Y no tenemos el derecho de abusar sólo porque se ve obligado a vender su trabajo en el mercado abierto. No podemos pagarle un salario con el que no le sea posible mantenerse a él y a su familia en condiciones físicas y morales dignas, sólo

porque no está en condiciones de exigir más." "Pero suponga —pregunté— que las ganancias de un negocio son tan reducidas que no alcanzan para pagar ese salario que, según usted, permite llevar una vida digna, ¿qué pasa entonces?" "Entonces algo anda mal en ese hombre que está intentando llevar su negocio. Puede que sea honesto. Puede que desee hacer lo correcto. Pero es claro que no es competente para conducirlo por sí mismo, pues quien no puede pagar salarios dignos a sus empleados no tiene derecho a estar en los negocios. Debería estar trabajando para alguien que sepa cómo hacer las cosas. Por otro lado, un hombre que puede pagar un salario justo pero se niega a hacerlo, simplemente está acumulando problemas para él y para los demás. Al no pagar lo suficiente estamos creando una generación de niños desnutridos y subdesarrollados, moral y físicamente. Estamos creando una generación de trabajadores débiles en cuerpo y mente, y por lo mismo confinados a demostrar ineficiencia en el momento de ocupar sus puestos en la industria. Por lo tanto, será la industria la que, al final, pague la cuenta. En mi opinión es mejor pagar conforme se avanza y ahorrarnos los intereses de la cuenta, para no hablar del valor de la calidad humana en nuestras relaciones industriales. Por esta razón hemos previsto la distribución de una parte razonable de las ganancias de la compañía, de tal manera que el grueso de las mismas sea para el trabajador que más lo necesite."

Pero lo que en realidad sucedió, a pesar de sus buenas intenciones, fue que entre 1914 y 1927 el costo de la vida en Detroit casi se duplicó, y aunque en 1919 Ford subió el salario mínimo a seis dólares, sus trabajadores estaban menos desahogados ganando treinta dólares semanales de lo que estaban antes del establecimiento del mínimo de cinco. En diciembre de 1929, el salario subió a siete. Ford hizo este anuncio de una manera espectacular, en la Casa Blanca, en una conferencia industrial convocada por Hoover después de la primer caída de la Bolsa y, como siempre, produjo el efecto de reforzar su reputación de audaz y generoso. Pero Ford no sólo estaba dando menos empleos, sino que también estaba distribuyendo menos dinero que antes, y estaba ahorrando en la producción. En 1925 tenía 200 mil empleados a seis dólares, con un agregado de 300 millones de dólares, pero para el otoño de 1929 sólo tenía cerca de 145 mil empleados, los cuales, a siete dólares diarios, daban un agregado de sólo 253 mil 750 millones de dólares. Para diciembre de 1929, cuando Ford estaba produciendo más automóviles, estaba empleando muchos menos trabajadores. Esto se debió en parte a las innovaciones tecnológicas que, desde que los tejedores de Nottingham rompieron sus telares mecánicos, estaban dejando a la gente sin trabajo; pero también quería decir que aquellos que todavía tenían empleo estaban siendo considerablemente presionados y que el lucrativo anzuelo de siete dólares diarios le permitía al industrial reclutar a los mejores y más vigorosos obreros a expensas de los menos capaces. A partir del otoño de 1929, el número de empleados en Ford se contrajo de 145 mil a algo así como 25 mil, y hoy en día la planta está prácticamente cerrada excepto los primeros tres días de la semana.

Pocas industrias importantes parecen tener tan profundamente impresas las características de su fundador como la planta Ford. Uno percibe una extraña mezcla de grandeza imaginativa con baratura, de mezquindad con voluntad de magnificencia, de sencillez y frialdad típica del noroeste con una especie de útil distinción —reflejo de una personalidad que es en sí misma el resultado de los vientos fríos, las extensas márgenes desnudas y la monotonía de los istmos del norte. La colosal planta automotriz que ha crecido más que el pequeño pueblo de Dearborn, donde nació Ford, verdadera creación original como quiera que sea y sueño indómito como quiera que les hubiera parecido a los antiguos habitantes de Michigan, en cierto sentido nunca trascendió las primitivas limitaciones de esa áspera y magra vida americana. A orillas del estrecho River Rouge, en febrero, con el hastío de la carne de cordero y tan escasa e insignificante como agua de zanja, entre la espesura de los sauces y el pasto seco y amarillo de sus márgenes, se yerguen ante nuestros ojos las oficinas de ladrillo y concreto como bloques monstruosos, como monumentos de algún rey bárbaro que volviera de recorrer el territorio. Pero el gusto de este rey es el mismo que el de las tiendas americanas de cinco-y-diez-centavos, el cual aquí se da rienda suelta hasta alcanzar dimensiones inauditas. Las trivialidades acerca de la industria y la agricultura, inscritas sobre las puertas, aun cuando están talladas en piedra, dan la impresión de cemento.

En el interior, las antesalas —donde empleados con aspecto de detectives del tribunal de policía revisan con rigidez a todo el que entra— están provistas de anaqueles de madera amarilla del árbol de goma y pretiles de mármol negro con vetas blancas. Las oficinas en sí están equipadas con piso de linóleo negro con vetas blancas y un mobiliario de brillante encino amarillo matamoscas. Incluso los oficinistas y el personal de limpieza de Ford parecen compartir ciertas características, como si Ford hubiera logrado desarrollar una humanidad particular y propia. En Detroit hay un tipo de hombre que, aunque tosco, es fuerte y dinámico, con esa cordial franqueza de Chicago. Pero los subalternos de Ford tienden a una desagradable pastosidad y calvicie, a una cancelación o descuido de todo buen gusto en el vestir. Algunos de ellos tienen aguzados ojos cafés y otros tienen ojos de ganso, pero la preferencia parece ser para los astutos ojos azul claro como los de Ford y, como Ford, se peinan de raya en medio. El ejército de "militares" da la impresión de ser una última dilución del deslucido poder de la clase media que domina a los trabajadores de Ford. Abiertamente escarnecidos por aquellos a quienes deben espiar, no particularmente apreciados por los cuellos blancos menores, a quienes se supone también deben vigilar, se deben mantener a la derecha de la clase media, y rondan por la planta y por las oficinas como enanos pálidos y vacíos, soñando sin duda con los escritorios de los ejecutivos.

Justo afuera de las oficinas de acero y concreto del taller de ingeniería de Ford, se encuentra su museo early american. Éste ocupa una inmensa área y su entrada principal —una reproducción íntegra del Independence Hall (superior al original, según Ford, porque tiene la ventaja de tener cimientos de concreto)— es sólo una de las fachadas de toda una serie de reproducciones coloniales que se limitan a dos o tres modelos y que casi no se distinguen entre sí, muy al estilo del sedan y del tudor que uno puede ver en el transportador de vía doble, como si Ford se hubiera propuesto emprender la producción en masa del Independence Halls. A él le gusta ofrecer en estos laboratorios bailes a la antigua, donde se reviven la polka y el chotís sobre un pulido piso de madera dura. Los bailarines se divierten en un espacio que está entre una antigua colección de arañas de cristal y candelabros y una hilera de flamantes y lustrosos autos último modelo, y el anfitrión instruye a la nueva generación de aquellas viejas familias pre-motor que veinte años atrás, en Detroit, se reían de él por presuntuoso y patán.

Uno se acerca a la planta en medio de materiales de viejos proyectos aún no recobrados: una hilera de argollas de portezuelas que señala la desaparecida vía electrificada de carga Detroit, Toledo, Ironton, un herrumbroso montón de hierros de vértebras de acero aún útiles de viejos cascos de la marina mercante que Ford le compró al gobierno después de la guerra. El deshielo del camino extiende frente a nosotros un pálido azul grisáceo, como las salpicaderas de Ford, como los ojos de sus empleados. Los edificios de la planta poseen una cierta belleza, aunque siguen un poco el tono de las tiendas cinco-y-diez-centavos: delgadas chimeneas plateadas con remates negros se alzan por encima de las extensas fábricas de un verde soso como el de la pálida sopa de chícharos, con largas hileras de pequeñas ventanas rectangulares más oscuras. El verde del cemento no es tintura, ese es su color natural: se recobró de la escoria del alto horno. Más allá de un amarillento tramo recto, de este lado de las vías, hay desperdicios de metal donde se mueven impasibles las oscuras figuras de los obreros yendo y viniendo en el turno de la tarde, y aparece una planta de productos derivados, una serie de torres en forma de silos, con humo blanco saliendo muy bajo frente a ellas, y un alto horno con cilindros plateados y negros aguilones angulares.

Los estacionamientos están atestados de sucios automóviles Ford color tierra. Los trabajadores dicen que más o menos los obligan a comprarlos —ya sea que los quieran y se los puedan comprar, o no— en pagos que les descuentan de sus salarios. Hace unos años, cuando se descubrió que algunos empleados de Ford habían comprado autos de otra marca, se dio la orden de estacionarlos afuera para no provocar un escándalo; poco después se informó que los automóviles de contrabando estaban provocando la burla de los transeúntes, y se ordenó entonces a sus dueños que los metieran. Es dudoso que un trabajador de Ford se atreviera a comprar un Chevrolet: Henry Ford —quien alguna vez respondió complaciente a la pregunta sobre el color que debía tener un modelo nuevo: "¡No me importa de qué color lo hagan mientras sea negro!"— está terriblemente presionado por Chevrolet, que ha logrado producir un coche de seis cilindros a un precio casi tan bajo como el de cuatro cilindros de Ford, que además posee una elegancia que los de Ford no tienen.

Sea como fuere, los Ford que hoy esperan en los estacionamientos de la fábrica lucen tristes y apagados, como si estuvieran castigados y en silencio aguantaran el turno. El mercado para los Ford es escaso, pero a estos autos los han traído aquí para que sus dueños puedan seguir haciendo más. Ya existen demasiados automóviles Ford, estaría bien reducir la cantidad: a los futuros Ford se les debe asegurar un buen hogar, pero el destino de su estirpe lo decidió un proceso de movimiento perpetuo que también debía acelerarse. Durante años condujeron a sus dueños hasta la planta para que estos últimos pudieran ganar dinero y comprar más y más de los nuevos modelos a cuya fabricación dedicaban su vida. Y ahora los autos viejos pueden sentir en sus tornillos que este proceso de movimiento perpetuo, lejos de acelerarse, se está debilitando rápidamente —incluso después de que hayan sido desmantelados y sus cuerpos derretidos para fabricar cigüeñales y bielas para los autos nuevos, esos autos nuevos tal vez no encuentren a nadie que se quede con ellos. Así, juntos, aguardan aquí sin esperanza.

Pues aunque Ford desde su perspectiva ha combatido al sistema capitalista, manteniéndose alejado de las garras de los banqueros y negándose a emitir acciones infladas, resistiendo lo mejor que ha podido todos los intentos de los grandes negocios por absorber o desintegrar su intensa y única personalidad, tan inseparablemente unida al objeto que fabrica, se descubre finalmente abrumado, impotente frente al colapso de ese sistema. Aun así, hasta que en Estados Unidos no hayamos logrado producir hombres de Estado, organizadores o ingenieros capaces y dispuestos a prevenir el recurrente empobrecimiento de la gente que trabaja para Ford y su destrucción vital en las fábricas, no podemos darnos el lujo de ser demasiado críticos con este americano fuera de moda, que se forjó a sí mismo, tan ignorante y miope que aún cree que cualquier niño pobre en Estados Unidos puede salir adelante si tiene iniciativa y, en una época en la que miles de hombres, que a veces gastan hasta su último centavo para hacer cola en sus oficinas de empleos, puede afirmar presuntuosamente a los periódicos que "el hombre común realmente no cumple con un día de trabajo a menos que lo atrapen y no pueda escaparse" —el hombre de genio tan poco confiable que puede arruinar las carreras de sus socios más cercanos con la petulancia de una prima donna.

(1932)

Traducción de Helena Guardia