Usted está aquí: domingo 11 de junio de 2006 Opinión Vlady

Angeles González Gamio

Vlady

Hay personas cuya vida supera la ficción más imaginativa. Una de ellas es Vladimir Kibalchich Rosakov, mejor conocido como Vlady. Nació en Leningrado, hoy nuevamente llamado San Petersburgo, el 15 de junio de 1920. Fue hijo de un anarquista nacido en el exilio, al haberse visto sus padres forzados a huir por la represión zarista. Ya joven adulto, el padre de Vlady regresó a Petrogrado para adherirse al comunismo de Lenin y Trosky. Al oponerse a Stalin fue encarcelado y perseguido, logrando escapar milagrosamente de la Unión Soviética con su hijo adolescente, dejando tras de si a una esposa que se había perturbado mentalmente y una hija de cinco años.

Tras múltiples avatares, que los llevaron a vivir una temporada en París, finalmente llegaron a México en 1942; su padre fue Víctor Napoleón Lvovich Kibalchich, quien habría de ser conocido como Víctor Serge, prolífico escritor que fue de los primeros en denunciar la degradación del comunismo que implantó Stalin; entre otros, Octavio Paz le atribuía el haberle abierto los ojos sobre el estalinismo. Mientras el padre escribía y se trataba de ganar la vida en nuestro país, con su nueva compañera, Laurette Sejourné, quien habría de convertirse en una gran antropóloga, el hijo, que a la sazón contaba con 22 años de edad, intentaba abrirse camino como pintor, profesión que había iniciado la temporada que vivieron en París, estudiando en los talleres de Max Ernst, Wilfredo Lamm, André Masson y Arístides Malliol.

Ya conocido como Vlady y reconocido como artista, se casó con la mexicana Isabel Díaz Fabela y en 1949 se naturalizó mexicano. Participó en diversas bienales de pintura en Europa y Sudamérica, hizo varios murales con diferentes técnicas, diseñó escenografías e ilustró publicaciones. Magnífico dibujante, ganó el premio anual de dibujo del Salón de la Plástica Mexicana, en 1971, y el de grabado, al año siguiente. Entre sus murales sobresalientes se encuentran los que decoran en su totalidad los muros del antiguo templo de San Felipe Neri, que actualmente aloja a la biblioteca Lerdo de Tejada, perteneciente a la Secretaría de Hacienda.

A unos meses de su fallecimiento, el Instituto Nacional de Bellas Artes le rinde homenaje con la exposición La sensualidad y la materia, que muestra pintura, gráfica y dibujo, de distintas épocas. Particularmente cautivantes son sus trabajos eróticos y los autorretratos, que nos permiten leer su vida desde la juventud, en las distintas técnicas y expresiones. Ya estando en el majestuoso Palacio de Bellas Artes, resulta irresistible darse una vuelta por el piso de los murales y solazarse con las magnas obras, en todos los sentidos, de José Clemente Orozco, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Manuel Rodríguez Lozano, Jorge González Camarena y Roberto Montenegro.

Es interesante recordar que uno de los dos grandes frescos de Diego Rivera que aquí se exponen, titulado El hombre universal y la máquina, reproduce el tema de su mural destruido en el Rockefeller Center de Nueva York. El otro es un tríptico de tableros cuyos temas son La dictadura, La danza del huichilobos y México folclórico y turístico, que pintó para adornar el vestíbulo del Hotel Reforma, donde también se encontraba su célebre mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, que causó enorme escándalo por el pequeño cartel que aparecía en la mano de Ignacio Ramírez, El Nigromante, que decía: "Dios no existe". El fresco fue agredido, hubo marchas de católicos indignados y tuvo que ser cubierto hasta que el pintor lo cambió por "Academia de Letrán 1836", en alusión al sitio donde El Nigromante pronunció la provocativa frase, durante su discurso de ingresó a dicha academia.

Imposible no echarles también un deleitoso vistazo a los dos soberbios murales que pintó Rufino Tamayo en el segundo piso: Nacimiento de nuestra nacionalidad y México de hoy. Estos se pueden apreciar desde el vestíbulo y sentado en una de las mesas del restaurante, que ya hemos recomendado en otras ocasiones por su buena cocina. Acabamos de comprobar que sigue siendo sabrosa y bien preparada y que los Manhattan, ese neoyorquino brebaje cuya base es el bourbón, siguen siendo los mejores de la ciudad, servidos en su enorme y cristalina copa martinera y con la ventaja de que uno es más que suficiente, si pretende continuar el paseo en estado vertical.

A ello ayuda saborear un emparedado en suave pan de granos, untado levemente con mayonesa de raíz fuerte y relleno de corned beef y queso gruyere. También hay buena pasta, carne y pescado; estos dos últimos los pueden preparar a la plancha, acompañados de un fresca ensalada para los que están cuidando la línea y prefieren pecar con el copetín.

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