Usted está aquí: domingo 4 de junio de 2006 Cultura Composición pluricultural de México: ficción jurídica

Carlos Montemayor*

Composición pluricultural de México: ficción jurídica

La legislación mexicana es en este momento una de las más atrasadas en materia de derechos de los pueblos indios. Hace más de 15 años Nicaragua reconoció territorios autónomos indígenas en los pueblos de la costa atlántica. Las constituciones de Colombia y Brasil reconocen ya, al menos como ficción jurídica, territorios autónomos de los pueblos indios, y junto con Ecuador y Paraguay, también reconocen, sobre todo, que los derechos colectivos de estos pueblos, como los derechos humanos, son anteriores a la formación de los Estados. En abril de 1999, Canadá reconoció el territorio autónomo de los pueblos Inuit, con una extensión de un millón 900 mil kilómetros cuadrados, casi el de la República Mexicana, que es de un millón 956 mil kilómetros cuadrados.

El jurista canadiense James Hopkins explicó en el año 2001, en el coloquio que sobre derechos indígenas organizó el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM para favorecer precisamente nuestras reformas constitucionales de ese año, que durante la demarcación territorial canadiense de Delgamuukw, el juez Lamer, cabeza de la Suprema Corte de Justicia de Canadá, reconoció por vez primera que los derechos territoriales de los pueblos nativos son sui generis porque, entre otras cosas, su fuente proviene de un sistema legal aborigen preexistente y porque los poseen comunalmente. El reconocimiento de un sistema preexistente de derecho indígena es un dato relevante para nuestra historia constitucionalista. Hopkins refirió que la Suprema Corte de Australia llegó también, durante 1992, a una conclusión similar respecto al pueblo Mabo: reconoció que parte del contenido y del sentido de los derechos territoriales de los pueblos nativos se derivan de los sistemas preexistentes de derecho indígena.

En 2001, la reforma aprobada en México por el Congreso de la Unión definió a los pueblos indios como entidades de interés público y no como sujetos de derecho público; es decir, se les consideró sujetos pasivos de programas asistenciales de gobierno y no como titulares de derechos políticos en distintos ámbitos y niveles donde pudieran hacer valer su autonomía. Con esto la reforma retrocedió más de 50 años, a los supuestos que Alfonso Caso había impulsado en los orígenes del Instituto Nacional Indigenista. Se les negó el uso colectivo de sus territorios ya desarrollado incluso en el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo que el Senado de la República ratificó el año de 1990, por lo que en este punto el Congreso de la Unión retrocedió a un momento anterior a 1989. La reforma siguió subordinando a los pueblos indios y desconociendo la titularidad de sus derechos políticos, territoriales y económicos como pueblos de culturas diferentes. O sea, seguimos considerando sólo como ficción jurídica la composición pluricultural de México.

La negativa a las reformas constitucionales en materia de derechos de los pueblos indígenas fue una negativa de Estado, no de un grupo ni de un partido; fue una decisión del Ejecutivo federal, del Poder Legislativo y de la Suprema Corte de Justicia, que se declaró incompetente para conocer del caso. La respuesta del Ejército Zapatista de Liberación Nacional ocurrió en agosto del año 2003: estableció en las zonas antes conocidas como Aguascalientes y ahora como los Caracoles una organización política y administrativa llamada Juntas de Buen Gobierno. Esto constituye de hecho la aplicación de los Acuerdos de San Andrés, pero no su reconocimiento de derecho.

Gran parte de la vida de las comunidades indígenas desde hace siglos se desenvuelve por una toma de decisiones autónomas. Los ámbitos de estas decisiones son muy vastos. Un ejemplo es el ordenamiento laboral solidario, no remunerado, conocido como "fajina", "tequio" o "trabajo comunitario". Las autoridades comunitarias constituyen otro ejemplo destacado de las instituciones políticas autónomas de muchos pueblos indígenas. Las autoridades van asumiendo distintos niveles de responsabilidad social en funciones civiles y religiosas y se van comprobando así las capacidades de cada uno de los miembros de la comunidad, lo que ayuda a resolver los ascensos en función de la capacidad demostrada. Los cargos no son remunerados ni representan beneficios económicos. La asamblea comunitaria o los concejos van determinando los procedimientos y nombramientos que den continuidad y seguridad a la comunidad. Este procedimiento de designación de autoridades tradicionales ha sido ya reconocido por la Constitución de Oaxaca y es homologable a los procesos electorales de partidos políticos en municipios no indígenas. La Constitución de este estado es la única que reconoce también el carácter indígena de la mayor parte de los municipios y se trata actualmente del laboratorio jurídico más importante en el país.

Los estados libres y soberanos no ponen en riesgo la Federación, aunque tengan sus propias leyes, sus propios tribunales y su propia administración de recursos. Los municipios libres no constituyen un estado dentro de otro Estado aunque tengan sus propias autoridades y administración de recursos. Además del municipio libre, además del fuero común, propio de cada estado, y además del fuero federal, propio de la Federación, ¿por qué no reconocer otro nivel: el fuero de los pueblos indígenas? La tradición constitucionalista de México frena esta posibilidad porque las raíces políticas de las constituciones mexicanas, que no llegan aún a 200 años, cancelan la opción de reconocer y respetar una realidad cultural e histórica anterior a nuestras propias leyes, anterior, como los derechos humanos, en más de cinco siglos, quizá en milenios.

*Texto leído por el autor el pasado martes durante una reunión de intelectuales con el candidato presidencial de la alianza por el Bien de Todos, Andrés Manuel López Obrador, en el Antiguo Colegio de San Ildefonso

 
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