Usted está aquí: martes 30 de mayo de 2006 Opinión EU: tareas de exterminio

Editorial

EU: tareas de exterminio

Robert Durand, comandante de la Marina estadunidense, informó ayer que se ha extendido el movimiento de protesta entre quienes permanecen recluidos ilegalmente en la base militar de Guantánamo desde hace años. El militar dijo que 75 prisioneros, de 460, se han sumado a la huelga de hambre, medida que consideró "consistente con las prácticas de Al Qaeda" y orientada "a llamar la atención de la prensa". Las protestas no han cesado en ese campo de concentración desde agosto pasado, cuando 76 reclusos iniciaron un ayuno indefinido, al que se sumaron 55 en septiembre. Los carceleros suprimieron la protesta alimentando por la fuerza a los secuestrados, pero el pasado 18 de mayo se produjo una nueva revuelta en forma de tentativas de suicidio.

La exasperación de los plagiados es por demás justificada: muchos llevan más de cuatro años en Guantánamo sin acusación formal, sin proceso legal y sin posibilidad de recibir visitas, asistencia legal ni supervisión de organismos humanitarios; hasta hace unas semanas sus identidades eran conocidas, por lo que en sus lugares de origen son considerados desaparecidos. Si a esto se agregan los malos tratos sistemáticos, torturas frecuentes, privación sensorial, de sueño y movimiento, entre otras atrocidades, se tiene un escenario de aniquilamiento físico y mental, semejante al de la prisión de Abu Ghraib y difícil de concebir en el siglo XXI. Para colmo, los pocos reclusos que han sido liberados eran inocentes y ajenos a cualquier vínculo con las organizaciones fundamentalistas que constituyen el difuso objeto de las paranoias de la Casa Blanca.

Ese designio de aniquilación no se limita a los campos de concentración establecidos por Washington en el enclave cubano ni a la pavorosa prisión situada en las afueras de Bagdad. Aunque a cuentagotas, los testimonios sobre exterminio de civiles en Irak han salido a la luz pública desde que la coalición angloestadunidense invadió ese país. Hace dos años Amnistía Internacional documentó los homicidios de 12 civiles iraquíes en Basora a manos de fuerzas británicas y destacó la negativa de Londres a investigar esos homicidios. En febrero pasado el comando de Estados Unidos reconoció que en la policía iraquí ­entrenada, organizada y financiada por los ocupantes­ operaban escuadrones dedicados a asesinar a civiles sunitas sólo por pertenecer a ese grupo poblacional. Hace unos días se conoció también un videotestimonio del asesinato de 24 civiles en Haditha ­incluidos tres niños y siete mujeres­ por efectivos de la Marina de Estados Unidos.

Con el telón de fondo del férreo control de la información en el terreno por parte de los ocupantes, es razonable suponer que los casos mencionados son sólo la punta del iceberg de una estrategia de contrainsurgencia, como la implantada por Washington en América Central en los años 70 y 80, en que las masacres de civiles formaban parte de un plan para eliminar los movimientos guerrilleros.

A raíz de estos hechos, el nombre de Haditha evoca, irremediablemente, el de My Lai, la aldea vietnamita arrasada en septiembre de 1969 por la compañía C de la 11 brigada de infantería del ejército estadunidense, y hace pensar que la degradación moral de Washington alcanzó ya los extremos a los que llegó en el sudeste asiático.

Por lo demás, la existencia de un poder mundial homicida, arbitrario e incontrolable no forma parte, por desgracia, de un relato de ficción ni una profecía paranoica, sino de la realidad actual del planeta. Tal poder existe y actúa en Afganistán, Irak y Guantánamo; planifica y ejecuta secuestros en diversos países de Medio Oriente, Asia y Africa; opera vuelos que cruzan el espacio aéreo de la Unión Europea para llevar a las víctimas a centros de tortura, y en las naciones ocupadas asesina a familias completas sin otra finalidad que intimidar y desmoralizar a las organizaciones de resistencia.

La impunidad con que actúan los gobiernos de George W. Bush y Tony Blair es un agravio para la humanidad, una carga para la conciencia de sus aliados y una catástrofe ética de la que la clase política estadunidense no debe seguir siendo cómplice.

 
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