Usted está aquí: domingo 21 de mayo de 2006 Opinión El Angel

Angeles González Gamio

El Angel

Así, simplemente, llamamos los capitalinos al monumento a la Independencia, coronado por una victoria alada que embellece una glorieta del majestuoso Paseo de la Reforma. En estos días se inicia una profunda restauración, por lo que se le ha recubierto con una estructura de metal de formas geométricas, atravesada por descansos donde se mueven hombres que, vistos desde abajo, parecen duendecillos que caminan con soltura en las alturas. La imagen a cierta distancia es fantástica, parece una enorme instalación, como las que hace el famoso Christo, artista que cubre con tela edificios emblemáticos en todo el mundo.

Esto nos lleva a recordar la historia de ese monumento, que se ha vuelto un símbolo de la ciudad de México. A lo largo de muchas décadas hubo propuestas para erigir un mausoleo que rememorara el movimiento independentista. El precursor de la idea fue Antonio López de Santa Anna, quien en 1842 le encargó al arquitecto Lorenzo de la Hidalga el proyecto y construcción del dolmen que se ubicaría en el centro de la Plaza de la Constitución. Lo único que se edificó fue el zócalo del monumento proyectado, mismo que permaneció largo tiempo, hasta concederle la población el nombre popular de Zócalo, con el que desde entonces se le conoce.

En junio de 1864 el emperador Maximiliano ordenó la construcción de un mausoleo dedicado a la Independencia, aprovechando unos mármoles que se habían usado en un arco conmemorativo para la emperatriz Carlota. Se convocó a un concurso y se puso la primera piedra y ahí quedó, pues al poco tiempo Maximiliano fue derrocado. Treinta y ocho años más tarde, Porfirio Díaz nuevamente invitó a un concurso, pero internacional, ganando el proyecto de los arquitectos estadunidenses Cluss y Shultz. La obra se le encargó al arquitecto Antonio Rivas Mercado, quien introdujo algunas modificaciones al proyecto triunfador.

Una vez más se realizó la ceremonia de la "primera piedra", ahora en 1907, por el presidente Díaz, y de inmediato se iniciaron los trabajos, pues había que concluirlo para las fiestas del centenario de la Independencia; sin embargo no tardaron en aparecer contratiempos: asentamientos imprevistos ladearon la obra y se decidió reducir la responsabilidad de Rivas Mercado a los aspectos artísticos y encargar la parte ingenieril a una comisión que integraron los ingenieros Guillermo Beltrán y Puga, Gonzalo Garita y Luis Zavaterelli y el arquitecto Manuel Gorozpe. La esbelta columna que surge de un amplio basamento, presenta estatuas en cuatro diferentes niveles. En el primero se encuentran cuatro figuras femeninas de bronce en color negro, una en cada esquina, y un cuerpo escultórico formado por un león y un geniecillo. Las figuras femeninas son estatuas sedentes que representan la paz, la ley, la justicia y la guerra. El león, recubierto de laureles y guiado por el geniecillo, simboliza la voluntad, encadenada por la fuerza superior de la ley.

El segundo nivel aloja las estatuas de José María Morelos, Vicente Guerrero, Francisco Javier Mina y Nicolás Bravo, más dos figuras que representan la patria y la historia. En el tercer nivel se yergue imponente la efigie en albo mármol de Miguel Hidalgo, proclamando la Independencia. La cúspide de la columna se remata con la escultura de bronce recubierto de oro, de 4.20 metros de altura, de la victoria alada, el queridísimo "Angel", que en la diestra sujeta una corona de laurel, y en la mano izquierda un fragmento de cadena rota, símbolo de la Independencia. Esta escultura fue derribada por el fuerte temblor que sacudió la ciudad de México en 1957, teniendo que restituirle la cabeza. La anterior se puede apreciar, convertida en una obra de arte abstracto, en el vestíbulo del palacio del conde de Heras Soto, situado en la calle de Chile 8. Las esculturas fueron ejecutadas en México por Enrique Alciate, quien dirigió en Florencia la fundición de las hechas en bronce.

Una excelente perspectiva del Angel se tiene desde el restaurante Champs Elisees, ubicado en Paseo de la Reforma 316, que conserva la misma extraordinaria cocina francesa que ofrecían los padres de la entrañable Paquita, que se iniciaron hace medio siglo en un pequeño local en la Zona Rosa, creando el que sin duda continúa siendo el mejor restaurante francés de la ciudad. Para bolsillos austeros, en la planta baja tiene un sencillo bistrot con viandas de la misma calidad, pero a precios más modestos. En ambos puede degustar las legumbres que cultivan Paquita y su marido Francois en su rancho, y si tiene suerte lo atiende el famoso Arturo, el encantador capitán de toda la vida, quien, junto con la dueña, lo hace sentir en casa.

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