La Jornada Semanal,   domingo 7 de mayo  de 2006        núm. 583

Gabriel Bernal

El evangelio de Tomás Santiago

Hace algunos abriles, me encontraba yo ocupado en la redacción de un tratado sobre la posibilidad de generar sabores apócrifos a partir de sustancias artificiales. Esto me obligó a visitar laboratorios y remover algunos papeles apolillados en la vieja biblioteca de mis padres. Fue allí donde encontré el siguiente texto. Su caligrafía y el color amarillento del papel, así como por el membrete de una sastrería donde mi abuelo solía confeccionarse su ropa, indican que fue compuesto por el sastre del ilustre progenitor de mi progenitor en sus ratos de ocio. El maestro Jaime Jaimes era uno de esos raros hombres de época que, aparte de zurcir pantalones, remendar sacos y diseñar la ropa de los señores afrancesados que aún asistían a la ópera con la gala meritoria del caso, se dedicaba al ejercicio espurio de las letras. Jaimes, hombre de mundo, cosmopolita en la medida en que era dable serlo en aquellos tiempos, tenía raíces provincianas. De ahí que su crónica manifieste un raro equilibrio estilístico entre dos posibilidades del ser: el léxico de la urbe —aspiración de una poética estridentista— y la nostalgia por un mundo idílico que ha fenecido para siempre. Ofrezco a los lectores una trascripción fiel de aquel manuscrito, respetando hasta donde me fue posible la ortografía original.

Luego de ayudar a Tomás Santiago a refinar mi libro, salimos juntos de la imprenta y le disparé una botella de ron Bacardí añejo. Tomás compró aparte una botella de Peñafiel, de plástico, y le pidió al tendero que vaciara la mitad y la rellenara de añejo, para el camino dizque. Tomás nació en Pinotepa Nacional, y estaba contándome su historia de hijo único, golpeado, que cuando tenía diez o doce años se iba de su casa al monte para escapar de los moquetes que le propinaban sus padres. También me contó la historia de su burrita. A los trece años, me dijo, cachó a su tío cogiéndose a una burrita jovencita. Tomás podía ver aún la cara de la burrita, rumiando su pienso indiferente mientras el tío se afanaba en conseguir un orgasmo furtivo con el rostro perlado de gotas de sudor. Tomás lo interrumpió con su inocencia infantil: "Ay tío, pero qué está usted haciendo." "Nada hijito, nada más estoy acariciando a la burrita. Pero ándale, vente, prueba tú también." Tomás Santiago, con su cuerpo diminuto, se solazó con la burrita, al principio medio asustado e incómodo por la presencia delatora del tío, pero al final purificado con el resultado de esa nueva cláusula maravillosa.

Así le dio Tomás a la burrita durante varios meses, como aserrando. Se bajaba los pantalones los domingos en las tardes, cuando sabía que todos estarían instalados en el paréntesis del sueño; ponía las manos sobre la parte del animal donde el lomo pierde su nombre, y rítmicamente se cocinaba a fuego lento en el generoso interior de la burrita que con el tiempo se convirtió en burra y se volvió arisca.

Tomás descubrió, por mera necesidad inteligente, dada su mala relación con la burra, que su apetito podía saciarse con la complacencia de otros animales, como las gallinas y las perras. Las primeras eran menos sensuales que las segundas, pero las segundas eran más agresivas, más inquietas durante el acto amoroso e incluso mucho más ruidosas, con sus quejidos lastimeros y esa tenaza que se activa al final y prensa el cuerpo haciendo difícil, inclusive dolorosa, la huida. Tomás descubrió entonces que la mejor fórmula para saciar su sed se encontraba en las chivas. Estar con ellas era una experiencia moderna que hacía pensar en las carreras de autos, porque no había que cogerlas de la panza para que no se fuesen antes de tiempo: para eso estaban sus cuernos, diseñados ex profeso para impedir el trauma desagradable del coitus interrumptus y acelerar la sensación del vértigo. Y de vez en cuando, si la pasión y la audacia lo permitían, ahí estaban las borregas sin trasquilar. Con ellas el amor era una experiencia metafísica, cuando las manos primero y después el cuerpo entero se diluían en una materia suave y profunda, un abismo de lana que se contraponía al pelo áspero y breve de los animales anteriores. Las borregas eran el origen incestuoso, la madre de todas las vivencias amatorias que a uno se le podían ofrecer en el campo. Los mejores años de su adolescencia, aquellos que para los jóvenes de ciudad se traducen en encuentros imperfectos e insatisfacciones perennes amortiguadas por el remanso artificioso de la masturbación, Tomás Santiago los pasó entre animales, disfrutando de la tranquilidad de los establos y de una vida sexual continua, sin sobresaltos.

"No hay nada mejor que una burra o una borrega", me decía, "que no sabe de eyaculaciones precoces ni de técnicas maliciosas. Todo en la naturaleza se da como debe ser, y no hay cuestionamientos ad latere. No hay refinamientos ni posturas difíciles de cumplir. Tampoco conversaciones en los intermedios, ni el humo despreciable del cigarro con el que algunas mujeres se relajan después del orgasmo, ni las malditas confesiones que todo lo echan a perder. De vez en cuando los animales profieren uno que otro gruñido, pero nada más."

Ahora que Tomás Santiago es maestro encuadernador guarda de esa época un grato recuerdo. Es más, a uno de sus hijos pequeños lo bautizó Jacinto, como la burrita de su adolescencia que le enseñó el amor.