La Jornada Semanal,   domingo 7 de mayo  de 2006        núm. 583

Gracias Wolfang Amadeus

Odysseas Elytis

Literal y metafóricamente, un "periodo Mozart" vuelve de tiempo en tiempo a mi vida. He aquí qué quiero decir: a veces, por dos o tres semanas, todos los días siento la necesidad de escuchar fragmentos del compositor de Salzburgo, sobre todo sonatas o conciertos para violín y piano. A veces, por otro lado, sin para nada remitirme acústicamente a ellos, siento que mi vida adquiere el peso —debería decir la falta de peso— que tiene su música. Y esto, a tal punto, que al final el cascarón del júbilo se rompe para quedarme indefinidamente el sabor amargo que tiene su núcleo oculto en el fondo, como por lo demás en el fondo de toda verdad humana. Porque en un fondo como ése es donde las delimitaciones convencionales no resisten; ceden, como si te dijeran: una es la vida, y es ésta. Precisamente lo que dicen todas las grandes obras.

Incluso a mí me parece extraño. Soy, en el dominio de la música, más bien un analfabeto. La "visita del ángel" la recibí desde siempre por el camino visual, ya fuera que estuviera frente a un cuadro o un poema; pero nunca por un sonido, excepto si era de agua que corre oculta en una hondonada. Ahora que lo pienso, es cierto, la diferencia no es grande. En Mozart también corre el agua; sólo que baja de glaciares con reflejos rosáceos y azules que lentamente se disuelven bajo la incesante primavera de su alma. Libre, el agua se precipita, salta, tañe (más en el sentido de "representar") aquello que aprendió muy cerca del cielo. He ahí por qué digo, en todo caso, que uno palpa un poco de Dios cada vez que escucha todo cuanto, con los dedos sobre el teclado, escuchó aquel niño y que de una buena vez se apresuró a revelarnos.

¡Bendita la hora! No está permitido que nosotros, los demás, la matemos con nuestro pensamiento crítico. Si tenemos cabeza, pero sólo eso, estamos perdidos. Antes de percibir lo trascendental, veremos interponerse el acontecimiento histórico, lo que significa que nuestros oídos harán el bizco. Y no hay mayor maldición que la de escuchar trinos y que la mente se remita al demoníaco mecanismo de la vida, que no busca más que su perpetuación...

Su infancia privada de afecto, la opresión paterna, los repetidos viajes, los príncipes por un momento sensibles y crueles inmediatamente después, Rosa, Aloysa, Constance, Viena, las cartas furiosas y contradictorias —¿para qué?

Ninguna correspondencia, ni por la línea directa ni por la quebrada, pueden encontrar sus biógrafos entre la vida y la música de su protagonista. Adictos a una larga y mala costumbre de vincular la obra de arte con los elementos anecdóticos de la vida de su creador, les es imposible comprender que sólo para los espíritus de menor escala es válida la ley de la correlación autobiográfica, mientras que, al contrario, para alguien que en realidad siente que le ha sido conferida una alta misión llena de mensajes, la manera en que vive y se enamora, su riqueza o su penuria, sus glorias y amarguras, no constituyen más que el personal de servicio que, si resulta ser bueno o malo, simplemente significa que le asea menos bien o mejor el domicilio de su expresión.

Han repetido hasta la exageración el ejemplo de Rimbaud, que escribió "El Barco ebrio", sin que jamás haya visto el mar. Nada más natural: el mar ya existía en su interior. Quiero decir, había nacido en su imaginación, como todas las cosas que la capacidad de observación —si no eres nada más un ser humano mediano— después sólo llega a verificar, comparar y clasificar.

No es misticismo esto que digo; es una constatación realista y tiene que ver con la metodología de la exteriorización, que lo es todo: la segunda y verdadera vida, purificada, invulnerable. Atreveos a entrar al concierto para piano núm. X, K.V. X, o en la sonata X, para no decir también la muy usada pero inmarchitable Pequeña serenata nocturna y traedme de vuelta experiencias transmutadas. Nada. Traeréis la perfección, un pedazo de perfección, sólo eso.

¿Entonces? Tal vez las cosas sean más sencillas. Este hombre nació con un porcentaje de armonías en su interior cuyo lanzamiento ocurre con tal fuerza que ni los acontecimientos externos alcanzan a modificar su composición, ni los elementos innatos a degenerarse. Tiene la independencia de un manantial natural que nos deslumbra; y eso es lo que hace que las cosas pierdan su cualidad utilitaria, que naden medio metro por encima del suelo, en una verdadera inundación de luz. Eso es lo que hace que las vibraciones de la luz se transcriban con precisión única —que cada vez que el otro lado de la vida inicia con algo andante se fortalezca— en su música. Brillantes lloviznas de sonido que atraviesan en diagonal nuestra ventana oscura.

En ninguna parte, en ninguna obra de ninguna otra época la filtración de lo negro en lo blanco y de lo blanco en lo negro ocurre con la misma precisión con la que ocurre en nuestros sentimientos. En ninguna parte se unen y se separan las gradaciones del iris con tanta rapidez como para que al mismo tiempo tengamos la sensación de todos los colores y a la vez la única y cegadora luz.

Es un destello de diamante, una incesante atracción hacia arriba, la inutilización de todas las vanidades. Las dimensiones de la realidad se modifican, las causas y los efectos dejan de tener cualquier sentido. Te convences de que en el cielo el acero encuentra manera de latir, de que cada lágrima se amplía, tanto, que en ella cabe, además de ti, tu tristeza. Una naturaleza incorruptible, donde no tiene vigencia la definición de la muerte. Una mágica persuasión. A ella me someto y por ella agradezco.

Muchas veces mi vida llegó a este borde, independientemente de que estuviera libre o comprometido, satisfecho o no, de que fuera un jinete común o ideal. Y fue entonces que la verdad de Mozart me fue revelada, sin que ni siquiera tuviera en la cabeza una de sus melodías. Era otra cosa; la curva, podríamos decir, en un sendero desde donde se ve abundante el mar. No, que nadie se desconcierte, no se trata de una comparación desafortunada. El oyente apto traduce. Si es lapón o es nicaragüense, por supuesto que no verá, ni en el minuete más elemental, condesas que giran sobre pisos brillantes y reverencias con besamanos. Lo cual significa que, desde mi tierra también a mí, en el idioma mediterráneo, el barroco de Salzburgo me vuelve a parecer jónico y los jardines de Schönbrunn "piélagos que florecen".

La reserva oscura de nuestro corazón la levantan y la llevan, con infinitas y graciosas palpitaciones, las más transparentes, las más brillantes muchachas, extendiendo la pierna izquierda hacia atrás y el brazo derecho hacia adelante, el cabello ondulado en múltiples astillas doradas, los pechos erguidos e incontestables.

Esta es la compensación que de todo cuanto agoniza la Belleza recibe con su espada y que nosotros nos damos cuenta cada vez que en nombre de los demás alguien, consagrado a despertar dentro de ella magnetismos de medusa, existe.

Para nosotros Wolfgang Amadeus Mozart existió. Besémosle las manos por todos los siglos.

Traducción de Francisco Torres Córdova

Este trabajo se realizó con de la beca de traducción literaria otorgada por el Fonca y el Conaculta, periodo 1999-2000.