Usted está aquí: domingo 7 de mayo de 2006 Opinión Un retrato de Shakespeare

G. K. Chesterton

Un retrato de Shakespeare

Ampliar la imagen Portada del libro en donde Chesterton diserta sobre varios temas, entre ellos un retrato del Cisne de Avon Foto: Getty Images

Ediciones Acantilado pondrá a circular en breve en México el volumen titulado Correr tras el propio sombrero (y otros ensayos), de Gilbert Keith Chesterton (1874-1936), una de las plumas más agudas, exquisitas y divertidas en lengua inglesa, ahora con la traducción de Alberto Manguel quien acierta: "al leer a Chesterton nos embarga una peculiar sensación de felicidad. Su prosa es todo lo contrario de la académica: es alegre. Las palabras chocan y se arrancan chispas entre sí, como si un juguete mecánico hubiese cobrado vida de pronto, chasqueando y vibrando con sentido común, esa maravilla de maravillas". Como una primicia para los lectores de La Jornada y con autorización de la editorial, ofrecemos este fragmento

Resulta muy interesante que hayan encontrado un retrato de Shakespeare en una taberna, sobre todo porque parece un lugar de lo más indicado para encontrar a Shakespeare. No conozco, ni siquiera comprendo lo más mínimo, los métodos sutiles y minuciosos mediante los que esos caballeros expertos en arte son capaces de dilucidar con certeza qué retrato es ése; pero desde luego no tiene nada de absurdo que a Shakespeare lo pintara uno de sus primeros admiradores en el tablero de una taberna, ni que Shakespeare posara mientras lo pintaban, siempre que le dieran cerveza suficiente. Veo en un periódico que hay quien ha planteado algunas dudas sobre la veracidad de semejante episodio, y deduzco por el contexto que dichas dudas se plantearon en interés de la escuela Bacon-Shakespeare. Supongo que ese baconiano concreto piensa que todos los retratos de Shakespeare debieran ser retratos de Bacon; y, en caso contrario, es que no son retratos de Shakespeare. Parece haber cierta confusión inherente a esta línea de pensamiento, pero ahora no dispongo de tiempo para ponerla en evidencia. En cualquier caso, lo que dijo el baconiano acerca del nuevo retrato es esto: "¿Hay alguna probabilidad de que a un tosco muchacho de pueblo, prácticamente sin un penique y abrumado por la carga que suponen una mujer y tres hijos, que se une a un grupo de actores ambulantes en 1587, y del que, un año después, se sabe que se está ganando precariamente la ida fuera del teatro, y que no lleva su primera obra al editor hasta cuatro años más tarde, le pintaran el retrato al óleo en 1588, la fecha supuesta del cuadro antes mencionado?"

Es posible que esta escuela de pensamiento utilice ágiles y espléndidas asociaciones de ideas que soy demasiado torpe para seguir. Pero no acabo de entender por qué tener una mujer y tres hijos debería impedir que a alguien le pintaran su retrato. Los pintores no suelen insistir en que sus modelos sean célibes, como si formaran parte de una orden sagrada y separada de monjes. No hay ninguna prueba de que Shakespeare pagara por ello, o de que, si lo hizo, pagara mucho; y, si se para uno a pensarlo, no parece muy probable que un hombre pagara mucho por una pintura comparativamente burda en una recóndita taberna. Supongamos que estamos hablando de un hombre de quien sabemos que fue un actor mediocre durante un tiempo, que viajaba de sitio en sitio como cualquier otro actor, pero de quien también sabemos que fue un hombre de personalidad arrebatadora, tal vez fascinante. ¿Sería tan improbable que algún amigo o adulador de su juventud le pintara en una de las ciudades pequeñas por las que pasó? Parece una cuestión trivial, pero no lo es porque es típica. La controversia sobre si Bacon escribió las obras de Shakespeare sólo tiene importancia porque resulta ser el campo de batalla de dos métodos históricos, de dos tipos de criterio. En realidad importa poco si Bacon era Shakespeare o Shakespeare era Bacon. Supongo que a Shakespeare no le importaría demasiado que le robasen sus logros literarios; y estoy seguro de que a Bacon le encantaría que le exonerasen de su historia política y de su reputación. Lord Francis Verulam habría sido un hombre más feliz, y sin duda más y mejor cristiano, si también él hubiera ido a beber cerveza a Stratford; si hubiera comenzado y terminado su vida en una taberna. Y por lo que se refiere a la gloria individual, los dos tienen eso, y probablemente sólo eso, en común: que al final de sus vidas ambos parecieron decidir que toda la gloria es vanidad. Pero, como digo, el verdadero interés de la cuestión radica en cierto método histórico y de discusión del que el párrafo que acabo de citar es un magnífico ejemplo.

Los dos argumentos que suelen chocar en la historia podrían llamarse el argumento del detalle y el argumento de la atmósfera. Supongamos que un hombre escribiese sobre los cocheros londinenses dentro de doscientos años. Podría conocer todos los detalles que pudiera reunir a partir de todos los documentos, podría saber los números de todos los coches, los nombres de todos los cocheros y de los dueños individuales y colectivos de todos los vehículos en cuestión, la tasa fija de pago y todas las leyes parlamentarias sobre el particular. Pero, en cambio, podría no conocer la sutil y abigarrada atmósfera que rodeaba a los cocheros; sus peculiares relaciones con la clase acomodada que contrata habitualmente sus servicios. No comprendería que pagarle la tarifa mínima a un cochero no es lo mismo que pagarle la tarifa mínima al cobrador del tranvía. No comprendería que cuando un cochero cobra de más no es lo mismo que cuando un carnicero o un panadero cobran de más. Se le escaparía hasta qué punto esos hombres se consideran a sí mismos los empleados temporales, los cocheros temporales de los ricos; no comprendería que incluso sus palabrotas son una expresión de esa idea de dependencia de la histórica generosidad de los caballeros. No comprendería cómo esta extraña clase de hombres conseguían ser insolentes sin ser independientes. La historia existe para hacer reales justo esa clase de atmósferas; y es precisamente ese tipo de atmósferas la que casi siempre descuida la historia. Quienes mantienen que Bacon escribió las obras de Shakespeare son, por así decirlo, los maniacos de este método del detalle frente a la atmósfera, que es la maldición de tantos hombres cultivados.

 
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