Usted está aquí: domingo 7 de mayo de 2006 Opinión EJE CENTRAL

EJE CENTRAL

Cristina Pacheco

La urna en el monte

No es común encontrar personas con ojos de colores diferentes. Rosaura es una de ellas: tiene el derecho verde y café el izquierdo. Esa singularidad le causó muchos dolores en la escuela donde estudiamos juntas. El martirio incluía los más burdos apodos. "Bicolor" era el menos ofensivo.

Lo recordé una tarde que coincidimos en la puerta de la farmacia y no dudé en saludarla por su nombre. Rosaura dio un paso atrás y apretó con fuerza el monedero. Para vencer su desconfianza mencioné la secundaria y a nuestro profesor de literatura. Rosaura ladeó la cabeza y en su cara fue dibujándose una sonrisa que descubrió los hoyuelos junto a sus labios.

Después de que nos abrazamos permanecimos inmóviles, mirándonos, como si no tuviéramos nada que decirnos al cabo de tantos años. Al fin habló: "Estamos estorbando. Cerca hay un café. Vamos ahora porque si no pasarán otros mil años antes de que volvamos a encontrarnos".

Se aferró a mi brazo y nos alejamos hacia la avenida. Le pregunté si eran sus rumbos. "No, vine a buscar una medicina para mi hermano Luis. ¿Recuerdas lo chiflado que era? ¡Está peor! A su edad anda con el brete de irse a Estados Unidos."

Por la forma en que hablaba comprendí que, al menos por el momento, Luis era la principal preocupación de Rosaura: "Toda su familia vive allá. Los primeros en irse fueron sus hijos. Luego jalaron a su madre. Desde que Luis tuvo su problema se hicieron ojo de hormiga y la única que lo atiende soy yo. Mi hermano lleva 11 años viviendo conmigo. Antes al menos tenía trabajo en una fábrica de vidrio. La cerraron y él montó un tallercito de relojería. Nunca prosperó, pero las cosas se pusieron peor desde que todo el mundo empezó a comprar relojes chinos desechables: salen más baratos que una compostura."

Rosaura se detuvo, miró el piso y siguió hablando como si estuviera sola: "Luis quiere irse a Estados Unidos por la pena que le da que yo lo mantenga y la ilusión de rencontrarse con su familia. Insiste en asegurarme que allá aprecian mucho a los relojeros y será fácil encontrar empleo. Eso estaría perfecto: Luis no puede seguir viviendo con lo que le pagan por alguna composturita que le cae de vez en cuando y con lo que le saca a mi mamá."

No pude contener mi sorpresa: "Doña Paula ¿vive todavía?" Rosaura me sonrió con expresión beatífica: "Está con nosotros y te juro que si no fuera por ella, muchas veces yo misma no habría podido resolver mis problemas."

II

En cuanto llegamos al café Rosaura se dirigió al baño. Me conmovieron sus zapatos de felpa chinos. Sumé el detalle a la forma en que protegió el monedero y deduje que mi amiga también era víctima de la crisis económica. Este final no correspondía a las aspiraciones juveniles de Rosaura: estudiar para contadora, poner un despacho, irse a un largo viaje por el mundo y después casarse. Me pregunté si habría realizado al menos uno de aquellos sueños.

Rosaura se sentó frente a mí. La luz de las lámparas bañaba su cara y me alegró que sus ojos conservaran el brillo. La mesera nos dio la carta. Se me ocurrió que Rosaura iba a pedirme que se la leyera porque no traía lentes. Como si hubiera adivinado mis pensamientos, apenas volvimos a quedarnos solas me dijo: "Lo único que conservo en perfectas condiciones es la vista. La ventaja de ser bicolor." Su risa y la referencia a nuestros días de escuela me permitió recuperar completa su imagen juvenil y tender un puente entre nuestras vidas. Rosaura fue la primera en cruzarlo: me exigió que le contara todo.

La complací con un resumen más que breve -profesión, matrimonio, familia, proyectos-, ansiosa de terminar y pedirle el equivalente de mi relato. Empezó por el final: "Hice nada más un año de contabilidad y aunque tuve oportunidades nunca me casé. No me pareció justo dejar a mi madre sola y enferma después de que ella jamás nos abandonó. No lo ha hecho ni siquiera después de muerta." Los ojos de Rosaura se inundaron de lágrimas pero reapareció la expresión beatífica, iluminada, que había visto minutos antes en su cara: "¿Recuerdas bien a mi mamá? Era el vivo retrato de la salud: su carita rosada, sus ojos brillantes, su energía... Cómo íbamos a imaginarnos que debajo de su buen aspecto incubaba la enfermedad. Empezó clavándole un dolorcito en los riñones y terminó abarcando todo su cuerpo, hasta que la mató."

Acaricié las manos de Rosaura, le di el pésame y lamenté no haber estado junto a ella en momentos difíciles. Entrecerró los ojos y levantó los hombros: "Entiendo: ni si quiera sabían que mi madre estaba enferma. No tuve tiempo de decírselo a nadie. Me concentré en lo único que me importaba: cuidarla. Me salí del trabajo y para sostenernos ofrecí mis servicios de contadora en los comercios que estaban cerca de la casa. No quería alejarme mucho: tenía la impresión de que cada vez que iba a alguna parte mi mamá revivía el momento en que mi padre nos abandonó. Fue una etapa espantosa."

III

Le reproché que no hubiera tenido la confianza suficiente como para buscarme. El tono en la respuesta de Rosaura traslució impaciencia: "no me digas que nunca has querido esfumarte y qe nadie te vea. Eso sentí cuando desapareció mi padre. Creí que era lo peor que iba a sucederme en la vida pero me equivoqué: vino la agonía de mi madre. Fueron años que me parecieron siglos. Lo más difícil era mostrarme optimista, hacer planes cuando sabía que el futuro de mi madre tal vez no iría más allá de la mañana siguiente."

Rosaura se puso el índice sobre los labios, como si otra vez quisiera imponerse el silencio: "Procuraba esconder mi angustia, pero mis esfuerzos eran inútiles. ¿Sabes lo que me decía mi madre? No te desesperes: nunca voy a abandonarlos. Cumplió su promesa: en peores circunstancias ella nos ha salvado.

Le dije que me gustaría llevarle flores a doña Paula y le pregunté dónde se encontraba. El tono alegre de Rosaura me sorprendió: "Ahora está en la casa. Dios quiera y no tengamos que llevarla otra vez al Monte".

Desde que Rosaura empezó su relato noté un tono extraño, alterado; pero cuando la oí referirse a doña Paula como si estuviera viva pensé que mi amiga cargaba con algo más los problemas de dinero. Sus ojos bicolores descubrieron mis pensamientos: "No estoy loca ni me juzgues como una mala hija. Al morir mi madre, Luis y yo quedamos solos y endeudadísimos. Lo vendimos todo, menos el urna donde conservo las cenizas de mi madre. Es de Talavera, antigua, preciosa, carísima. Sellamos la tapa con silicón para que nunca fuera a escaparse ni un miligramo de ceniza y mamá siempre estuviera completita con nosotros."

La palabra completita me hizo reír y eso animó a Rosaura: "Mi cuñada se fue poco después de que murió mi madre. Luis ya no soportó ese golpe y me alteró mucho. Lo llevé al hospital. Me dijeron que no tenía nada físico sólo necesitaba ayuda especializada. Le dieron ficha para que lo atendiera un psiquiatra pero él se negó a verlo. No logré que cambiara de opinión y después lo lamenté: intentó suicidarse con pastillas. Le escribí a su mujer y a sus hijos pero no contestaron. Hice lo que tenía que hacer: me llevé a Luis a mi casa. Así lo vigilo y evito que cometa otra estupidez."

Rosaura sonrió con un gesto ambiguo: "No podía trabajarles a los pocos clientes que me quedaban y se me fueron. Llegó la hora en que me vi sin un centavo y sin nada que rematar. Lo único de valor era la urna con las cenizas de mi madre. Nunca pensé en venderla pero la llevé a empeñar al Monte de Piedad. Cuando el valuador la vio quiso destaparla. No pudo. Me preguntó qué contenía. Le dije la verdad: Son las cenizas de mi madre. No sé qué cara habré tenido; el caso es que el hombre, Dios lo bendiga me entregó la boleta, quinientos pesos y algo de más valor: la prueba de que mi madre había cumplido su promesa. Desde entonces, cada vez que tenemos problemas serios de dinero llevamos a mi madre a pasear al Monte.

 
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