Usted está aquí: viernes 5 de mayo de 2006 Opinión Sigmund Freud

José Cueli

Sigmund Freud

Adentrarse en el consultorio de Sigmund Freud provoca una emoción singular por la constancia en el espacio, en el aire, de un ''algo'' que apenas si puede enunciarse, una sensación de sortilegio, de hechizo, de algo del pasado que intriga; y ya perdida la impronta febril, nos desliza dentro de una diafanidad de espejos.

El consultorio de Freud permite experimentar la constancia de una modalidad de sentimiento que no lo define de un modo absoluto o decisivo, sino que viene a ser en él, el dato de una ecuación posible al apuntar al móvil que, apenas previsto, se difumina.

El entretejido de su pasión por el arte con la investigación del sicoanálisis, es decir, el método para abrir espacios a lo impensable, a la escritura interna, al desciframiento de jeroglíficos y enigmas deja constancia de un espíritu intempestivo y de una exquisita sensibilidad. Esa parte que en Freud emana de su pasión artística, esa perspicacia referida a ese ''algo'' en que interviene tanto más que lo que suele llamar el intelecto, la percepción, los sentidos, considerados en su papel de proveedores de sensualidad, sin lo cual la inteligencia más preclara y aguerrida actuaría desarraigada y desprovista de acento personal. Lo que animaba a esa inteligencia genial era esa curiosidad insaciable, una casi inagotable capacidad de asombro, una delicada sensibilidad y lo que él solía subrayar con feliz desenfado: un inquieto espíritu aventurero, un arqueólogo del alma.

La tradición humanista que permeaba a las elites de la Viena de su tiempo perfilaba a Freud para convertirse en un hombre cultivado, pero sin atarse a los convencionalismos de la época, ya que su obra y pensamiento hicieron saltar los goznes de una Viena extremadamente conservadora (tan sólo en apariencia) y terminaron por retar a toda la cultura occidental, transgredieron lo convencional e inquietaron a la humanidad por enunciar, entre otras muchas cosas, que los sueños eran susceptibles de interpretación y que daban cuenta del mundo inconsciente, de la verdadera sustancia de la que los humanos estamos hechos, aquellas fuerzas ingobernables, desconocidas, inconscientes que rigen nuestros actos todos y nuestra vida entera, siendo los sueños un texto a descifrar que da cuenta de ello y lo confirma.

Con Freud, la vida privada dejó de ser, tan sólo, una suma de acontecimientos triviales y más o menos pintorescos. Evidenció, a plena luz, el funcionamiento síquico que gobierna el destino de los hombres. Asimismo, el arte deja de pertenecer al feudo de los estetas y da cuenta de las poderosas fuentes pulsionales desde donde se origina la creación. El arte y sus variadas manifestaciones se ven, con Freud, mediante un prisma complejo, que teniendo en cuenta el mundo interno, inaugura una nueva forma de entender las producciones culturales más elevadas. Si la sublimación establece un puente entre natura y cultura, el arte es lo que comunica a los hombres por medio del goce de las producciones estéticas.

Antes de Freud ignorábamos que este vínculo pudiera pasar por la proyección de los deseos inconscientes del artista y establecer una comunicación con los interesados en sus creaciones artísticas.

Si bien se reprocha a Freud y a sus seguidores ser negligentes con los aspectos propios de la obra de arte, no menos reprochable sería para los historiadores del arte su falta de curiosidad por las grandes capacidades de resonancia sicológica de ciertos creadores.

Se cumplen 150 años del nacimiento de Freud y, como en una ensoñación, lo contemplamos a él, ''el arqueólogo del alma'' en su museo imaginario, rodeado y arropado por sus estatuillas y obras de arte, hombre de cultura y de ciencia, para quien el arte y la ciencia resultaron ser una invaluable e inagotable fuente de conocimiento para dar cuenta del siquismo humano.

 
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