La Jornada Semanal, domingo 30 de abril de 2006 núm. 582
La prodigiosa memoria de BalthusMiguel Ángel MuñozTodavía recuerdo con asombro la magna exposición de Balthasar Klossowski de Rola, conocido como Balthus (1908- 2001), que se presentó en el Palazzo Grassi de Venecia en 2001 y que tuve la oportunidad de ver al lado del poeta y crítico de arte francés Jean Clair. Digo "magna" porque era la primera vez se reunían 250 obras, no sólo porque Balthus produjo poco, y siempre fue cortejado por una selecta clienta que le quitaba todo lo pintado, sino porque también es cierto que siempre fue muy difícil lograr cuadros suyos para las escasas muestras individuales que permitió organizar, la primera el año 1924 en París y una de las últimas en 1996, organizada por el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, con apenas un centenar de obras magistrales entre dibujos, bocetos y telas. Por ello, la exposición de Venecia fue un acontecimiento inédito pues se pudo ver casi un inventario de toda su producción, para lo cual se contó con la curaduría de Jean Clair y un montaje de la prestigiosa arquitecta Gae Aulenti.
Balthus fue un pintor que amó y entendió la pintura clásica. No sólo la entendió, sino que también dedico tiempo preciso para mirar y dialogar con Giotto, Masaccio, Piero della Francesca, Rafael, Ingres, Carot, Poussin o Cézanne. Por otra parte, fue un artista que estuvo vinculado a la vanguardia artística y cultural del siglo xx. Estuvo cercano al surrealismo "maldito" y a la vez muy ligado con figuras claves de la vanguardia histórica, como André Derain. Fue un solitario, un "independiente", que vivió en los márgenes más radicales de su tiempo, pero siempre dentro de una complaciente cercanía. En su libro Balthus. Memorias (Éditions du Rocher, 2006), nos deja descubrir no sólo su prodigiosa memoria, sino todo su pensamiento sobre el arte, la poesía y la vida. Este pequeño volumen no es un mero juego empalagoso de erudición, sino algo inquietante, cargado de misterio. En sus telas se fija el tiempo, se inmoviliza el curso de su mundo; en sus escritos congela los gestos, las emociones, el cruce sagrado de detener al mismo tiempo la mirada y la palabra. En cualquier caso, Balthus poseía un mundo propio, conservó desde su juventud hasta el último día de su vida una energía y una intensidad casi violentas en el aspecto creativo. Asimiló como pocos quizás tanto como Antoni Tàpies el arte oriental y lo llevó al extremo en su vida. Aunque en su pintura afloraba el mal, lo prohibido que se desvanece en sus figuras lánguidas, cotidianas, núbiles, adormecidas, el tiempo parece suspendido en cada trazo, en cada imagen creada. Balthus. Memorias es un libro imprescindible para entender los grandes senderos de este creador fundamental del siglo xx, y nos da la oportunidad de comprobar el alcance estético de su obra a través de la intensidad de la palabra. Quizás por eso, en esos mismos días finales, marchándose en silencio, sin impostar la voz, le dictaba a Alain Vircondelet: "He vivido." BalthusMemoriasI
Es preciso pintar siempre con ese desprendimiento. Huir de los movimientos del mundo, de sus facilidades y sus vértigos. Mi vida empezó con la pobreza absoluta. Con la exigencia con uno mismo. Con ese afán. Recuerdo mis días solitarios en el estudio de la calle Fustenberg. Conocí a Picasso, a Braque, les veía a menudo. Sentían mucha simpatía hacia mí. Hacia el hombre peculiar que era yo, diferente, bohemio e indómito. Picasso venía a verme. Me decía: "Eres el único de los pintores de tu generación que me interesa. Los demás quieren ser como Picasso. Tú no." El estudio estaba encaramado en un quinto piso. Había que tener ganas para ir a verme. Era un lugar extraño, yo vivía apartado del mundo, enfrascado en mi pintura. Creo que siempre he vivido así. Con la misma exigencia, sí, con la aparente desnudez de hoy. Estoy echado en la tumbona, frente a las ventanas de la casona que reciben el sol de las cuatro. Mi vista no siempre me permite discernir el paisaje. Lo único que me satisface es el estado de la luz. Esa transparencia que acrecienta la nieve, aparición deslumbrante. Trascribir su travesía. II
Siempre he lamentado ese cambio suyo, esa transformación total. Y las combinaciones que ha producido después el arte moderno, apaños de seudointelectuales que desdeñan la naturaleza y no quieren verla. Por eso siempre me he basado obstinadamente en mis propios medios. Y en la idea de que la pintura es ante todo una técnica, como aserrar madera, o hacer un hoyo en alguna parte, en una pared o en la tierra. III
Siempre he preferido la nitidez de los grandes textos clásicos a la poesía moderna. Pascal, por ejemplo, y sobre todo Rousseau, cuyas Confesiones han sido siempre mi libro de cabecera. He encontrado en él una claridad y una sencillez de expresión que se puede encontrar también en la gran pintura clásica, una transparencia de diamante que se advierte enseguida en Poussin. La idea de la pintura tal y como yo la entiendo, lo he dicho ya, ha desaparecido por completo. La poesía ha seguido el mismo camino, intelectual, oscuro, hermético. Se ha abandonado esa claridad que encontramos en Mozart, que buscaba Rilke, esa evidencia. IV
Esa atmósfera de logia masónica donde se mezclan el erotismo, la transgresión, la blasfemia y la sacralidad al revés, casi diabólica, no me interesaba nada. Hubo una época en que mi hermano Klossowski se sintió atraído por esas iniciativas creadoras, pero nuestra impregnación cristiana era demasiado fuerte para que sucumbiéramos a ellas. Además, en Bataille había cierto cariz antisemita, o por lo menos así lo veíamos nosotros, algunos de los que no aceptábamos sus teorías. Bataille estaba fascinado por los ritos que empleaban los fascistas para seducir a las masas. El ansia de poder que reflejaban estos ritos le fascinaba. A mí me horrorizaba esa locura, por muy escenificada que estuviera. Procuraba acceder a los misterios del arte por otros medios más pacíficos, más sensibles. Nunca renuncié a alcanzar la belleza divina, que he intentado plasmar en mi trabajo. En él no se varán fracturas ostensibles, seducciones pasajeras. Al contrario, hay una unidad a la que siempre he aspirado. Esa unidad me la han proporcionado el paisaje, la gracia ambigua y vertiginosa de mis jóvenes modelos femeninos, el tacto de su piel o de los frutos que con tanto placer he pintado. Courbet me guiaba mejor que las aventuras seudoeróticas de Bataille y sus amigos, que sus ensayos infantiles. Por no hablar de los caminos supuestamente nuevos por los que quería llevarnos Bretón Me basta con las texturas de los pintores primitivos italianos y las de las carnes de Delacroix y Courbet. Nunca me he apartado de ellas. |