Usted está aquí: jueves 27 de abril de 2006 Opinión Criminalidad y ausencia del gobierno

Editorial

Criminalidad y ausencia del gobierno

Ayer el vocero presidencial del foxismo, Rubén Aguilar Valenzuela, cayó por fin en la cuenta de que la ofensiva de la delincuencia organizada y el imperio de narcotráfico en extensas regiones del país ­el noroccidente, el nororiente, Michoacán y Guerrero, y la península de Yucatán, entre otras­ posee un potencial desestabilizador que podría impactar incluso en las elecciones de julio próximo. En realidad, hace muchos meses que la criminalidad disloca ámbitos diversos del quehacer nacional: la economía, las relaciones exteriores, el tejido social y la convivencia y, por supuesto, hace imposible el incumplido bienestar que incluye, en primer término, la seguridad de la población y su derecho a vivir sin miedo.

Sin duda, detrás de la delincuencia hay factores cuyo control escapa a la responsabilidad de este gobierno: la globalización de las organizaciones infractoras, la ubicación del territorio nacional en la ruta del trasiego de drogas, la desaforada venta de armas procedentes de la industria estadunidense y europea, y un deterioro social que antecede al foxismo, pero que se ha acentuado en todas sus expresiones ­corrupción, marginación, pobreza, desempleo, desintegración familiar, drogadicción, debilitamiento institucional, carencias educativas y sanitarias, déficit de vivienda­ de 2001 a la fecha.

Por su parte, el grupo en el poder ha carecido de la voluntad y de la capacidad necesarias para atacar las causas profundas y las manifestaciones inmediatas de la criminalidad, ha minado en forma sistemática el estado de derecho mediante un manejo errático, cuando no faccioso, de los órganos de procuración de justicia y de seguridad pública, y ha perdido el control de zonas estratégicas de la geografía nacional. Por ejemplo, habría que realizar un intenso ejercicio de credulidad y hasta de ficción para suscribir la afirmación oficial de que el Ejecutivo federal "gobierna" en Guerrero, en donde proliferan a diario los asesinatos, los enfrentamientos con armas de alto poder y los ataques con granadas de mano, y en donde, a últimas fechas, los delincuentes videograban homicidios y decoran lugares públicos con las cabezas de sus enemigos, prácticas que sólo se habían visto, hasta hace poco, en la guerra de Irak.

La autoridad federal se adormece y tranquiliza a sí misma con la repetición cotidiana de la misma consigna: pondrá todos los recursos a su alcance en la erradicación de la delincuencia, y no escatimará esfuerzo alguno para lograrlo. Los buenos deseos contrastan, sin embargo, con una realidad palpable: si el foxismo no ha podido o no ha querido combatir a grupos delictivos que poseen muy baja capacidad de violencia armada ­aunque no por ello sean menos perniciosos y criminales­, como los que se dedican al contrabando, la prostitución de menores o el robo de gasolina de los ductos de Petróleos Mexicanos, resulta por demás inverosímil suponer que, en los meses que le quedan, la administración actual pueda hacer algo relevante contra los cárteles de la droga, dotados de un poder de fuego que supera casi siempre al de los cuerpos policiales y que son responsables de la mayor parte de los asesinatos, atentados, balaceras y levantones que se registran día con día en un país sin ley ni gobierno.

Este régimen pasa sus meses postreros confirmando que las atribuciones represivas del Estado no están dirigidas contra los infractores de la legalidad, sino contra algunos inocentes a quienes la alquimia de la Procuraduría General de la República transforma en culpables y, a últimas fechas, los mineros inconformes por la desvergonzada intromisión de la Secretaría del Trabajo en su organización sindical. No es que el foxismo haya perdido la batalla contra la delincuencia; es que nunca la libró. En materia del estado de derecho, el presente es un sexenio perdido.

 
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