Usted está aquí: domingo 23 de abril de 2006 Opinión Los movimientos sociales reaccionarios y cómo combatirlos

Guillermo Almeyra

Los movimientos sociales reaccionarios y cómo combatirlos

No es necesario remontarse a la Revolución Francesa, contra la cual combatieron los campesinos monárquicos de la Vendée, ni a la unificación de Italia, con el movimiento campesino sanfedista, dirigido por curas y aristócratas contra los liberales y republicanos, ni al recuerdo de los sectores populares que apoyaron a Maximiliano en México. Movimientos sociales nocivos (como la migración masiva) o reaccionarios viven en nuestra realidad actual mezclados con otros movimientos sociales libertarios. Los obreros de Paysandú, en Uruguay, que quieren construir las papeleras extranjeras que deteriorarán gravemente el río Uruguay y el ambiente, río abajo, hasta llegar a Buenos Aires, saben muy bien el daño que causarán esas empresas, no sólo a sus vecinos, sino a ellos mismos, a su ciudad y a los campos que la rodean. Pero, para poder comer hoy, arriesgan la muerte por cáncer en un próximo futuro y destruyen a medio plazo la fuente de su supervivencia. Los pequeños comerciantes de la provincia argentina de Entre Ríos que queman las barricadas de los ambientalistas en los puentes transfronterizos que obstaculizan la construcción de las papeleras uruguayas saben también que, a mediano plazo, las ciudades de la frontera serán apestosas, un verdadero infierno, y que se acabarán el turismo, la pesca, el comercio, si las papeleras modifican irreversiblemente el ambiente. Pero deben vender hoy, para no morir de hambre.

Ni los ambientalistas, con sus cortes de ruta, legítimos por su objetivo e importantes como forma de autorganización y de defensa ambiental, ni el gobierno de Kirchner, pueden modificar esta situación con análisis científicos sobre el futuro daño ecológico de las papeleras ni con exhortaciones políticas y morales. Tampoco pueden modificar la línea del gobierno uruguayo que, aunque no es hostil al ecologismo, prioriza desesperadamente las inversiones extranjeras y la creación de puestos de trabajo a cualquier costo y, si para sobrenadar en la crisis, debe vender la madre, cerrará los ojos y lo hará casi sin negociar el precio. Lo mismo pasa con los bolivianos de Puerto Suárez, frente Mato Grosso, en Brasil, que aceptan que la trasnacional brasileña EBX desmonte decenas de millares de hectáreas para hacer carbón vegetal para fabricar hierro en los yacimientos del Mutún, por sus pistolas, sin permiso estatal boliviano, violando la Constitución, sin licitación previa, desperdiciando el manganeso (que vale más que el hierro) y apoderándose del Mutún (que quedará, si la maniobra tiene éxito, bajo control de una empresa extranjera y de la oligarquía terrateniente cruceña, empeñadas ambas, además, en derribar al gobierno de Evo Morales). A esa gente le han prometido 500 puestos de trabajo, y entonces el ambiente, el país, la Constituyente, la legalidad, pasan totalmente a segundo plano.

Dada la falta de trabajo y la desesperación, en nuestros países hay amplios márgenes para movimientos localistas reaccionarios, y hasta una base de masas para la derecha más agresiva. Si no fuera así, ¿de dónde salen los votos de Menem o Macri, en Argentina, de los llamados autonomistas cruceños en Bolivia, de la derecha brasileña? ¿Provienen sólo de unos pocos oligarcas y terratenientes?

¿Qué hacer, entonces? ¿Campañas de educación cívica y ambiental? ¿Esperar la elevación del nivel de cultura popular? Los gobiernos "progresistas" piensan sólo en su electorado y ven sus objetivos en el estrecho marco de los límites nacionales. Pero evidentemente, el problema de las papeleras uruguayas no puede ser resuelto en la Corte de la Haya, sino que debe encontrar su solución en una discusión en el seno del Mercosur. Esta debería dar al gobierno uruguayo otra alternativa que destruir el ambiente y entregarse a las trasnacionales, además de firmar un tratado de libre comercio con Estados Unidos. Entre Argentina y Brasil deberían buscar mil 500 millones de dólares que compensen la necesaria ruptura con las papeleras española y finlandesa, contaminadoras del campo uruguayo y de ambas márgenes del río que es frontera con Argentina.

Pero la cosa no puede quedar en manos de los gobiernos, demasiado sensibles a las presiones de las empresas. Las poblaciones mismas deben hacer un estudio de su territorio y de sus riquezas, pero sobre una base regional, que trascienda las fronteras, para no enfrentarse en sucesivas guerras por el agua, por el ambiente, por el trabajo. Se debe buscar un consenso entre los trabajadores y ambientalistas argentinos y uruguayos, sobre la base de asegurar trabajo en Uruguay, pero en empresas escogidas conjuntamente y que no dañen el ambiente común. Esos planes conjuntos y consensuados pueden ser impuestos a los respectivos gobiernos, como resoluciones de asambleas regionales, de cuenca, que reafirmen la autonomía de los pobladores de ambas riberas y les permitan restructurar su territorio. El reclamo de los desocupados de Puerto Suárez es justo, es tan justo como el de los obreros de Paysandú: hay que buscarles trabajo, sobre una base binacional -argentino-uruguaya, boliviana-brasileña-, pero no a costa de los bosques ni del aire ni de la soberanía. Antes que nada hay que eliminar los choques entre las víctimas del capitalismo y el localismo chovinista. Las víctimas de los planes capitalistas deben tomar en sus manos la reconstrucción de la economía y de la sociedad en sus regiones, por arriba de las fronteras y, antes que nada, deben imponer que se les den empleos dignos.

 
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