La Jornada Semanal,   domingo 9 de abril  de 2006        núm. 579

NMORALES MUÑOZ.

CASA SUSPENDIDA

Michel Tremblay ejemplifica al autor que encarna un estilo característico de cierta región (la Canadá francófona, en este caso), y que se vincula resueltamente con una tradición literaria. En lo que de él ha llegado a estas tierras, al menos, podemos reconocer lo que entendemos por patrones de la dramaturgia de Quebec: la mirada recurrente al pasado, afectada siempre por un hálito nostálgico; la narración de sagas familiares, intrincadas y nebulosas, marcadas por algún secreto denso y decisivo; y ciertos juegos del relato, con un hilo narrativo que recurre a artificios como la simultaneidad y la fragmentación. Todo ello, todo el contexto de la tradición de la dramaturgia quebecuense y todo el sello característico de Tremblay (con sus concomitancias y guiños al realismo chejoviano), se resume y se proyecta diáfanamente en Casa suspendida, que dirige Raúl Quintanilla en el Teatro Orientación.

El espectro temporal de la obra, que traza el mapa sentimental de las tres generaciones de una familia, se extiende por casi un siglo, y orbita alrededor del eterno retorno de la prole al hogar familiar (la casa suspendida del título), de tal manera que la historia de la primera generación (Víctor Huggo Martín, Karina Gidi) se sitúa a principios del siglo xx, en un ámbito decididamente rural, lo que polariza más la culpa de la pareja de hermanos que habitan un amor incestuoso; la de la segunda (Dora Cordero, Patricia Eguía y Juan Carlos Vives) sucede en la postguerra inmediata, cuando comienza a aflorar con mayor brío la tendencia hacia la urbanización y la modernidad en el entorno de la pieza, en cuyo debate con la tradición y la defensa de la buenas costumbres se enmarca la dificultad de Victoria (Cordero) por aceptar la homosexualidad de su hermano (Vives); siendo la tercera, la de Marcos y Mateo (Arturo Beristáin y Fabián Corres), ya contemporánea y con una óptica de sosiego, la que detona la narración de las historias pasadas, todo a partir de la melancolía de Mateo por el entorno familiar, sus uniones, intrigas y desavenencias. A largo de este recorrido, se nos serán develados más de un secreto, las consecuencias de quienes han decidido ir contra lo establecido y las relaciones que existen entre los tres grupos familiares. El aire a Chéjov, en quien el autor canadiense ha sabido ver un referente, es más que latente, no solamente en lo temático sino también en lo estilístico: la dramaturgia de la extraescena, en donde acontece mucho de lo importante, la sobriedad de los diálogos (en los que, empero, hay cierta propensión al melodrama) y en la composición de la atmósfera, equidistante de lo rural y lo citadino, cuya influencia en los personajes, con su aura de misterio y sueño, coadyuva también en la resolución de su trayectoria.

Quintanilla, junto con el escenógrafo Phillipe Amand, obvia la simultaneidad y hace coincidir los tiempos en un mismo espacio: la entrada de la casa de marras, cuyo interior nunca es visible, y enfatiza sutilmente las coincidencias entre los tres a través de algunos motivos, como el que los tres niños de las distintas épocas sea encarnado por un solo actor (Cristóbal Martínez, parejo y prolijo). Su labor, entonces, se ha enfocado en la conformación de un tempo compacto, ágil en su flujo, y en que la interrelación de las tres historias, pese a que los nexos sanguíneos y dramáticos nunca son del todo ocultos, sea clara y ostensible, más a partir de las consecuencias que se dejan ver en los personajes que en la información, caudalosa y cifrada a veces.

A partir de esto último se desprende la idea de que la labor del director se concentró, sin dudas, en uniformar a un reparto heterogéneo y dispar en cuanto a estilos de interpretación. Se puede decir que dicha disparidad no se trasciende en lo absoluto, pero más que sus disonancias, habría que subrayar lo que de ellas se ha extraído para poner al elenco entero al servicio de un relato escénico que se transmite sin tropiezos al espectador. Que el notable trabajo de Martín, Gidi y Vives se contrapone al formalismo vacuo de Cordero o Beristáin es innegable, por ejemplo, pero también hay que acotar que este desequilibrio no enturbia el trabajo general; si acaso, denota las dificultades que Quintanilla se impuso a sí mismo en su abordaje a un texto que, con todo y lo intrincado de su estructura, acaba siendo convencional, y con base en ello habría que calibrar la calidad sus repercusiones y su posible interés.

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