Usted está aquí: domingo 9 de abril de 2006 Opinión EJE CENTRAL

EJE CENTRAL

Cristina Pacheco

El evangelio de Judas

Como siempre ocurre en vacaciones, en el programa recibimos pocas llamadas. Casi todas lamentaban el cambio de los tiempos y el deterioro de las costumbres. En resumen: "Ya nadie piensa en que la Semana Santa fue establecida para la meditación y el recogimiento."

Faltaban 15 minutos para terminar la emisión. Edna, la estudiante que hace el servicio social en la radiodifusora, entró en la cabina y me mostró la última llamada: "Es de un señor. No quiso dar su nombre. Le pide que se comunique con él en cuanto pueda". Aproveché el corte comercial para leer el mensaje: "Fuimos compañeros en la secundaria. Te dejo mi teléfono".

Subí a mi oficina y marqué el número. Al primer timbrazo obtuve respuesta. No necesité identificarme: "Sigues igual de curiosa; si no, no hubieras llamado. ¿Adivinas quién soy?" Odio los acertijos, pero conservé la calma: "Lo siento, no puedo". Escuché una risa áspera, desquebrajada. "Ahí te va una pista: me falta el meñique derecho y por eso me apodaron Dedos. ¿Ya te acordaste?"

Fue suficiente: "¡Ignacio Medina!" Volví a oír la risa áspera: "El mismo. Tantos años después escucho a diario tu programa: me alegro cuando hablas de mí y de los otros compañeros. Si mi padre viviera no podría encender la radio. Para él estos eran días santos y, con todo y que ya estoy viejo, nunca me dejaba hacerlo".

"¿Don Ricardo murió?" Sentí que Ignacio se desperezaba: "En enero. Ya sabes: desviejadero. El angelito se me fue con 95 años de edad. No estuvo mal". Le di mi pésame. El pareció no escucharme y sugirió que nos viéramos. Acepté: "¿Cuándo tienes tiempo?" "Hoy en la tarde". Su urgencia me impidió resistirme. "¿Dónde quieres que nos encontremos?" "En el Robinson". Era el café que estaba a la vuelta de la secundaria. "No me digas que todavía existe". "Se ve que no has vuelto por nuestros rumbos; yo, en cambio, voy con frecuencia, sobre todo en esta temporada, por las jacarandas. Son preciosas. También las mencionas en tus programas".

Los comentarios de Ignacio me permitieron adivinarlo solo, desempleado, nostálgico. Nuestro encuentro podría resultar deprimente y celebré que fuera a darse esa misma tarde, porque así saldría rápido del paso.

II

Al entrar en el Robinson tuve la sensación de que era el único lugar de la ciudad donde nada había cambiado. Como siempre, los parroquianos eran médicos y enfermeras de bata blanca, empleados en el hospital cercano al café. Lo único distinto era el retrato de Gelos, la fundadora del negocio, al lado de un espejo de rombos. Pensé en reiterarle a mi amigo el pésame por la muerte de su padre.

Supuse que el hombre sentado de espaldas a la puerta era Ignacio. Sostenía una revista con la mano izquierda. Me sorprendió que tantos años después del accidente aún lo avergonzara la mutilación de su meñique derecho. Lo saludé en voz tan alta que los médicos y enfermeras se volvieron a mirarnos.

Ignacio apartó la revista y dio tiempo a que lo reconociera: "Soy yo... muchos siglos después". Nos abrazamos y pidió que me sentara frente a él. Sin consultarme ordenó café americano y se inclinó para hablarme en secreto: "La mesera es la nieta de Gelos. Heredó el negocito y lo está haciendo muy bien". Era el momento para reiterarle el pésame: "Siento mucho la muerte de don Ricardo". Su expresión tierna desapareció: "Yo no. Lo único que lamento es que se haya esperado tantos años para morirse". Notó mi gesto de reproche y siguió hablando de prisa: "El viejo no me dio nada más que la vida. ¡Y qué vida!"

El comentario de Ignacio me desconcertó. Don Ricardo iba a la secundaria regularmente para hablar con los maestros. Entre ellos tenía prestigio de hombre recto y padre ejemplar. Se lo recordé a mi amigo. Levantó la mano derecha y la miró a trasluz: "La tarde en que tuve el accidente mi padre me llevó al hospital. Cuando supe que iban a amputarme el dedo grité como loco. En vez de consolarme, mi padre dijo que eso y más merecía por haber cometido una falta que lo avergonzaba". Se frotó la mano y la ocultó en el bolsillo: "¿Te parece muy grave que haya querido ganarle a Larios una apuesta? El creía que yo era un cobarde y para demostrarle lo contrario me salté un alambre de púas y entré a robar en una casa. Lo conseguí, pero al brincar de regreso me ensarté la mano en las púas. El chistecito me costó muy caro".

Noté el esfuerzo de Ignacio por reprimir el llanto. Me acarició la mano para borrar el efecto que me provocaba su reacción: "Perdóname. Ya estoy viejo y lloro por cualquier cosa". "Somos amigos. No tienes que explicarme nada: es natural que te duela la muerte de tu padre".

Retiró la mano: "Ya te dije que no me importa. Es más: te propongo que hablemos de otra cosa. Por tus comentarios en la radio estoy enterado de que te casaste y tienes hijas grandes". Me toqué el pecho y pretendí hacer un juramento: "Prometo no enseñarte sus retratos... entre otras cosas porque no los llevo en la bolsa". Me dio gusto que Ignacio se riera. "¿Y tú, qué fue de tu vida?"

III

Ignacio contestó con un resumen caótico: ingreso a tres facultades y frustración por no haberse dedicado profesionalmente a la música. Infinitos empleos temporales y ningún premio de la lotería a pesar de su semanario tributo, a lo que él llamó el impuesto a la pendejez. Remató: "Soltero empedernido".

Le pregunté por doña Conchita, su madre. Ignacio se alisó el mechón que le caía sobre la frente: "Supongo que habrá muerto. No lo sé". Adivinó lo que iba a preguntarle y adelantó su respuesta: "No me mires así. Te juro que no la abandoné en un asilo ni nada parecido. Ella nos dejó. Se fue huyendo de la rectitud del viejo. Era asfixiante, hasta que comenzaban los ensayos para la representación del viacrucis. Entonces sólo vivía para su personaje."

Volvió a acariciarme la mano: "¡Perdóname! Llevamos mil años sin vernos y lo único que hago es hablarte de mi padre". Necesitaba desahogarse y lo estimulé para que lo hiciera: "Me estabas contando de la representación..." Ignacio miró el cenicero con el retrato de Gelos: "Mi padre hacía el papel de Judas. Supongo que el comité se lo asignó por su enorme nariz ganchuda. Durante los dos meses de preparativos me llevaba con él a los ensayos".

Le reclamé que nunca me hubiera hablado de eso mientras estuvimos en la secundaria. Levantó la mano derecha: "Temía que me pusieran otro apodo: Dedos: el hijo de Judas". No lo contradije y le pregunté si alguna vez había participado en la representación del viacrucis.

Ignacio ladeó la cabeza y entrecerró los ojos: "No, aunque en una ocasión me propusieron formar parte de la turba que descuelga el cuerpo de Judas. Si por mí hubiera sido, lo habría dejado para siempre colgando de la jacaranda bajo una lluvia de florecitas azules. Su actuación era tan buena que hasta yo acababa por creerlo ahorcado de verdad". Noté su rostro húmedo a causa de la emoción: "Cualquier persona que haya asistido a las representaciones te dirá que nunca habrá un Judas mejor que mi padre. Era fascinante ver cómo alguien tan recto y honrado se convertía en un traidor a cambio de 30 monedas".

Apartó el mechón de su frente y vi la huella de una cicatriz: "Herencia de mi padre. Una noche vi a mi hermano sacar cien pesos de la jarra en que mi madre guardaba sus ahorros. Corrí a decírselo a mi padre para sentirme a su altura. A golpes me hizo descender hasta el infierno donde, según él, debe refundirse a los traidores: la peor especie de bichos".

Devolvió el mechón a su sitio: "¿Cómo te explicas que mi padre haya aceptado hacer el papel de Judas durante 14 años consecutivos?" No tuve respuesta. Me sentía aturdida. Nada estaba sucediendo según mis cálculos y quizá Ignacio no fuera en realidad mi condiscípulo de la secundaria, sino un mitómano solitario ávido de compañía.

Ante mi silencio, Ignacio soltó una carcajada que me molestó: "¿A qué viene esa risa?" Me clavó sus ojos húmedos: "Sé lo que estás pensando: dudas que sea Ignacio Medina. Crees que todo lo que he dicho acerca de nosotros es sólo una repetición de lo que a veces cuentas en tus programas". Fingí tomarlo a broma: "¡Qué bien! ¿Y cómo lo sabes?" Ignacio se acercó y sentí su aliento cálido en mi oído: "Lo sé todo porque vivo en el infierno y puedo leer a las personas como si fueran libros. Yo también tengo mi Evangelio. No olvides que soy el hijo de Judas".

 
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