Usted está aquí: viernes 7 de abril de 2006 Opinión AMLO frente al capitalismo mexicano

Jorge Camil

AMLO frente al capitalismo mexicano

La campaña para golpear la candidatura de Andrés Manuel López Obrador se origina en las "buenas conciencias" y en el tradicional capitalismo mexicano. Aún no terminaba la Revolución, cuando los primeros inversionistas comenzaron a pelear por el oído presidencial, otorgándole al presidente la calidad de oráculo, juez supremo, padre protector, y con frecuencia socio de los proyectos desarrollados bajo su manto.

En realidad, la fuerza del presidencialismo absolutista que padecimos, y que habría de empeorar a partir de 1964, nació cuando los ciudadanos convertimos al presidente en árbitro del acontecer nacional. El decidía quién sí y quién no; quién podía instalar una fábrica de enlatados, y quién se convertía en socio o contratista del gobierno federal (o de los propios gobernantes) en las obras de construcción del moderno Estado mexicano.

Con el tiempo, los presidentes, motu proprio o impulsados por asesores influenciados por los propios "inversionistas", decidieron proteger la naciente industria nacional cerrando la frontera a la importación de productos extranjeros, siempre y cuando los productores nacionales comprobaran que podían surtir el mercado nacional. Este régimen de sustitución de importaciones olvidó vigilar que nuestros industriales ofrecieran productos comparables a los extranjeros, y a precios favorables para los consumidores. El resultado fue un proteccionismo enfermizo, que impidió la competencia de la economía mexicana en el exterior y arrojó los primeros millonarios complacientes. Fue una perversa lotería que "hacía hogares felices" entre nuestros flamantes capitalistas, mientras hundía a los consumidores en el círculo vicioso de mala calidad, precios estratosféricos y falta de competencia.

Después habrían de venir subsidios, concesiones incondicionales, inversiones protegidas, exenciones fiscales, terrenos nacionales a precios de barata de fin de semana y otros "estímulos" a la inversión. Así, inversionistas y gobernantes aprendieron a vivir en un frágil equilibrio de valores entendidos, donde los empresarios blandían de vez en cuando la amenaza de cerrar las fuentes de trabajo, y los gobernantes hacían sentir "la fuerza del Estado" a través de una maraña de permisos, licencias y reglamentos interminables, para recordarle al empresario que el gobierno podía matar en cualquier momento la gallina de los huevos de oro. Con el crecimiento del Estado corporativo el gobierno adquirió, además, el control de poderosos sindicatos nacionales, que le otorgaron al presidente la facultad de dominar el otro factor de la producción.

El tímido capitalismo nacionalista que nació con el Estado consolidado por Plutarco Elías Calles, y floreció durante la Segunda Guerra Mundial (cuando Estados Unidos necesitó apoyo para su economía de guerra), alcanzó fama internacional con Miguel Alemán y llegó al paroxismo con Carlos Salinas de Gortari.

Con bancos privatizados, socios extranjeros, mercados, acciones en la bolsa de Nueva York, y medio siglo de negociar con presidentes autoritarios, nuestros capitalistas se colocaron de inmediato en primera fila en la línea de salida del "gobierno del cambio". Su sonrisa lo decía todo: se trataba ahora de negociar con la "perita en dulce" de Vicente Fox para continuar jugando a las privatizaciones. Hoy, de cara a la próxima elección presidencial, la batalla, que se pretende caracterizar como una división infranqueable entre ricos y pobres, es realmente una lucha entre ricos, cada vez más ricos, y pequeños empresarios independientes amenazados por los consorcios de la globalización y los monopolios de capitalistas mexicanos a quienes les "hizo justicia la Revolución", y posteriormente la transición democrática.

El reto de Andrés Manuel López Obrador, que se perfila cada día con más seguridad como próximo presidente de México, es instalar una verdadera democracia incluyente que otorgue libre acceso a oportunidades en la educación, la información, el empleo y la salud, y donde el selectivo capitalismo salvaje nacido de la cultura del privilegio sea sustituido por un amplio capitalismo democrático y competitivo; donde todos los empresarios tengan acceso a las oportunidades económicas, el crédito bancario y, más importante aún, el oído presidencial.

Si López Obrador logra abatir el desempleo y la ignorancia, y al mismo tiempo promueve un capitalismo sometido al rigor de la competencia garantizada por el estado de derecho y la igualdad ante la ley, se habrá convertido en el verdadero arquitecto del México moderno. Ese reto, y no la insidiosa y ficticia división social supuestamente ocasionada por su candidatura independiente, debería ser la preocupación inmediata del candidato puntero. El PAN, enredado en el fracaso del cambio y en cuestiones ideológicas del México decimonónico, y el PRI, identificado como padrino del capitalismo protegido, las privatizaciones amañadas y la cultura del privilegio, carecen de la filosofía y estructuras necesarias para garantizar el cambio. Para muestra, a tres meses de la elección, la ley Televisa.

 
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