Usted está aquí: viernes 7 de abril de 2006 Opinión Las sinrazones del voto

Soledad Loaeza

Las sinrazones del voto

El análisis de las razones del voto es uno de los temas que más trabajo dan a los politólogos. Largas son las bibliografías de libros, artículos y tesis de grado dedicadas a entender cuáles son los motivos de un votante para elegir a un candidato que a otros parece inaceptable. La escuela de interpretación que actualmente influye más en estos estudios es la del votante racional: la preferencia electoral está determinada por el interés individual. Este principio se funda en el presupuesto de que cada uno de nosotros sabe muy bien qué le conviene, pero, sobre todo, puede identificar en un determinado político al defensor o al promotor de sus intereses.

Pero, ¿de veras todos sabemos siempre qué es lo que nos conviene? Nuestra percepción de la conveniencia la dicta en muchos casos la coyuntura: lo que hoy nos parece benéfico a nuestro interés, puede convertirse mañana en una pesadilla. No quiero pensar en los insomnios de quienes en el año 2000 optaron por el "voto útil" que, según ellos, se fundaba en un cálculo estratégico, y son corresponsables de la presencia en el poder de un grupo tan alejado de sus convicciones y de sus preferencias reales como pueden ser los leoneses que han colonizado las posiciones de influencia en el gobierno federal, sin más justificación que su pertenencia a una organización de extrema derecha, El Yunque. Y si no tienen pesadillas, los emisores del voto útil son unos irresponsables.

Otros votantes hubo a quienes no se les podrá reprochar irresponsabilidad, aunque su preferencia no tuvo el fundamento racional que argüían jacobinos recalcitrantes para defender su voto por un católico militante. De hecho puede afirmarse sin mucho riesgo que la mayoría de los electores actuaron motivados por la mercadotecnia y una campaña electoral que en el caso específico del año 2000 construyó un personaje muy distinto del Vicente Fox que hoy nos gobierna. Atento a las reglas de la publicidad y de la comunicación política modernas, el candidato de la entonces Alianza por el Cambio apelaba más al sentimiento que a la razón. Las referencias a valores familiares, imágenes y tradiciones religiosas, pero sobre todo, sus denuncias de los abusos del PRI, de sus vicios y pecados, encontraron eco en el corazón y en el estómago de muchos mexicanos. La evocación exagerada y retobona de las crisis anteriores a los años 90; las expresiones populares; los chistes, casi todos malos; la ridiculización de los priístas y de los poderosos políticos -que no de los empresarios-, generaron una afinidad entre el candidato Fox y muchos votantes a quienes repugnaba la idea de que el PRI permaneciera en el poder otro sexenio. O simplemente, la insolencia del discurso foxista fue una válvula de escape para muchos, que la disfrutaron con el placer que producen las pequeñas venganzas. En este caso, la racionalidad del elector quedó reducida a la emoción que causaba el discurso del bravucón; lo memorable era la actitud, más que la propuesta de gobierno.

Hoy, después de casi seis años de Presidencia foxista, podemos calibrar la distancia casi abismal que separa la imagen del vaquero decidido, audaz, independiente, que supieron diseñar los estrategas de entonces, con la realidad de un Presidente titubeante, débil, influenciable y, de hecho, sorprendentemente frágil. El tipo de emociones que hoy provoca Vicente Fox dista mucho del entusiasmo inicial. Las calificaciones aprobatorias que recibe no nacen de la admiración que despierta el gran estadista o el hábil político, sino que son producto más de una simpatía condescendiente, como la que inspira todo aquel que se esfuerza mucho pero nomás no puede con el paquete.

En el peor de los casos las preferencias de los votantes están dictadas por su evaluación de aspectos físicos y externos de los candidatos: la figura, el peinado, la estatura, su simpatía, la sonrisa o el dedo acusador (y flamígero). Sus gestos y actitudes, el tono de voz, su capacidad para conmover al votante, no siempre invitan a la reflexión, y mucho menos al cálculo de cuáles pueden ser las implicaciones de la llegada al poder de un candidato en particular, sino a la hilaridad o a la ira. Así es, y no puede ser de otra manera. De hecho el análisis ponderado, el cálculo a partir del interés personal, más todavía del interés colectivo, son asuntos de los que se ocupa apenas una minoría: los comentaristas de noticias, los lectores de periódicos, los consumidores de noticiarios de televisión y de radio. Esperar que la mayoría de los 71 millones de ciudadanos incluidos en el Registro Federal de Electores tengan razones fundamentadas para elegir es mucho esperar. Más bien habría que partir del presupuesto de que el próximo 2 de julio las sinrazones pesarán más en el ánimo del votante. No solamente porque así ocurre en muchas elecciones, sino también porque ese es el tipo de voto que inducen actualmente los candidatos en campaña. En particular, los que llaman a un voto de rechazo antes que al apoyo y promoción de una propuesta. Ahora en México las sinrazones del voto son más fáciles de explicar que las razones; y, como lo demuestra la experiencia de los últimos seis años, el ejercicio del poder de Vicente Fox puso al descubierto que el voto útil estaba inspirado también en una sinrazón, pero revestida de cálculo político.

 
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