Usted está aquí: jueves 6 de abril de 2006 Opinión Francia

Adolfo Sánchez Rebolledo

Francia

La quinta jornada de protesta contra el Contrato del Primer Empleo (CPE) de nuevo movilizó a millones de ciudadanos franceses convocados por los sindicatos y las asociaciones estudiantiles. Aunque el gobierno del presidente Jaques Chirac ha prometido cambiar los capítulos más controvertidos de la reforma original, la oposición persiste y no terminará hasta que la iniciativa sea completamente retirada del escenario parlamentario. Por lo pronto, la caída de la popularidad del primer ministro Dominique de Villepin, principal impulsor de la ley, ha sido aprovechada por su rival, Nicolas Sarkozy, responsable de la seguridad, y, por tanto, de la represión a los jóvenes que meses atrás incendiaron los barrios marginales de París. En fin, nadie sabe para quién trabaja.

Sin embargo, más allá del rejuego político y electoral, la realidad es que las manifestaciones masivas de las últimas semanas son el síntoma de una crisis mucho más profunda en la sociedad francesa y europea, por no decir global. La persistencia del desempleo y la precariedad laboral demuestran que hay un problema estructural no resuelto. Más aún, las medidas adoptadas para reducir el costo laboral, flexibilizando el mercado y abatiendo la seguridad social, lejos de resolver el problema han venido agudizándolo en años recientes. Una mirada al estado del empleo en el mundo muestra con claridad que el número de personas desocupadas sigue aumentando, sobre todo entre las mujeres y los jóvenes, que representan casi la mitad de los desempleados a escala internacional.

El intento de desmantelar el modelo social, considerado por los sindicalistas como "una seña de identidad" de la construcción europea, no puede ser una verdadera opción para nadie. El primer ministro De Villepin quiso enfrentar la insurrección de los suburbios con una oferta que lleva a la marginalización laboral a la juventud en su conjunto. La receta es muy simple: si se eliminan los costos de la indemnización por despido y la (mínima) estabilidad laboral, los empleadores estarán en condiciones de ofrecer numerosos empleos a una mano de obra ávida de trabajar por cualquier precio. Dicho de otra manera: para abrir posibilidades de trabajo a los jóvenes de los barrios marginales que protagonizaron las más violentas protestas, se somete a la precariedad a todos los trabajadores de hasta 26 años, es decir, se universaliza la degradación de los derechos laborales adquiridos por generaciones anteriores. Así pues, la única solución "viable" conforme a la lógica del sistema consiste en reducir el volumen de los salarios pagados por el mismo trabajo, manteniendo en todo caso los niveles de ganancias de las empresas a escala global. Pero eso es así desde los inicios del capitalismo: si los asalariados hubieran aceptado sin protestar las condiciones de trabajo como un renglón inamovible, hoy no tendríamos derecho laboral ni, tampoco, legislación democrática en ninguna parte. La pregunta, en todo caso, es: ¿cómo romper la rigidez del régimen laboral sin echar por la borda las prestaciones alcanzadas a lo largo de la historia? ¿Cómo conciliar el progreso productivo con el bienestar social?

Se critica a los estudiantes y sindicalistas franceses por aferrarse "al pasado", esto es, al "Estado social o de bienestar", pero se elude reconocer que la precarización del trabajo a escala planetaria no puede ser el ideal del progreso humano. La conversión de todos los trabajadores en una suerte de "indocumentados", dispuestos a realizar cualquier trabajo por un salario insuficiente, no es mera ficción: está en todas partes, lo mismo en China que en Estados Unidos o en México. Esa es la incontrovertible realidad de la globalización. La gran diferencia es que en Francia se han unido los sindicatos y los estudiantes para no aceptar en silencio tales cambios. Veremos.

 
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