Usted está aquí: jueves 6 de abril de 2006 Opinión Diputados y senadores

Octavio Rodríguez Araujo

Diputados y senadores

El problema no es qué partido tenga la mayoría en el Congreso de la Unión, sino que los diputados y los senadores no han entendido el mandato constitucional que juraron al tomar posesión del cargo para el que fueron electos. Más aún, parte del problema es que, con muy pocas excepciones, los diputados y senadores, desde el momento en que se sientan en una curul pierden, con muy pocas excepciones, la poca o mucha inteligencia que tenían (o que presumían tener) y hasta la autoestima -para no hablar de dignidad.

El artículo 51 constitucional establece que la Cámara de Diputados se compondrá de representantes de la nación, no del partido que los llevó a esa posición ni mucho menos de las consignas de sus líderes de facción. En teoría los diputados son también representantes populares porque son electos por el pueblo, por los ciudadanos, en cada uno de los distritos electorales en que se divida el país.

Los senadores, en cambio, tienen una definición más compleja, puesto que históricamente han jugado dos papeles distintos y en otro momento dejaron de existir. El Senado, en principio y sobre todo por influencia de la Constitución estadunidense de 1787 y por la de Cádiz de 1812, era una representación --como señala Manuel Barquín- confederal, es decir, de cada entidad de la Federación independientemente del número de habitantes de cada una, y la idea era evitar un posible avasallamiento de un estado con muchos habitantes sobre un estado con pocos habitantes, asimetría que se vería reflejada, necesariamente, en la Cámara de Diputados. Esta idea, plasmada en la Constitución de 1824 y recuperada en 1874 -hasta la fecha- fue transformada en otra con las leyes centralistas de Santa Anna en 1836 (cuando se perdió la Federación) y luego, como reacción al centralismo y al papel aristocrático y conservador del Senado, se suprimió éste en la Constitución de 1857, para volverse a establecer con las reformas ya mencionadas de 1874.

El bicameralismo que vivimos en México tiene también otra explicación sobre la que también ha reflexionado Barquín: dividir el Poder Legislativo en dos cámaras autónomas para evitar los excesos posibles de una sola de ellas como contrapeso del Poder Ejecutivo. La idea es que una posible desmesura de una cámara pueda ser moderada por la otra en la creación o aprobación de leyes.

Esto es lo que no ha ocurrido en relación con la llamada ley televisa (y otras), y la explicación de esta aberración no se encuentra en nuestro sistema bicameral, sino en el olvido de su origen y de sus funciones por los integrantes de ambas cámaras.

Las reformas electorales a partir de 1977 fueron muy positivas en muchos aspectos, sobre todo para fortalecer un sistema plural de partidos, bajo el supuesto de que éstos representarían las distintas posiciones político-ideológicas de la población, obviamente heterogénea y, por lo tanto, plural. El problema ha sido que esas reformas no sólo dieron elementos para el fortalecimiento de los partidos políticos, además de mayor certidumbre en los procesos electorales, sino que privilegiaron a los partidos sobre la nación, sobre la ciudadanía en general y sobre la soberanía de los estados miembros de la Federación.

Ahora los diputados no representan a la nación ni son propiamente representantes populares, sino de los partidos que los llevaron a la silla que ocupan en la cámara correspondiente. Los llamados diputados independientes, dicho sea de paso, tampoco son representantes de la nación ni de mandatos populares; en el mejor de los casos son individuos que orientan sus intervenciones y sus votos por dictados íntimos de su conciencia, cuando no por arreglos con las facciones que les ofrezcan más (algo muy lamentable, pero existente). Con los senadores ocurre más o menos lo mismo.

Lo anterior quiere decir que tanto diputados como senadores, con muy pocas excepciones, obedecen a los arreglos que hacen los dirigentes de los partidos o los llamados líderes de cada bancada... partidista. Si el partido o el líder se equivocan (porque éste no leyó una iniciativa de ley, porque no se fijó, porque estaba crudo o borracho cuando se la pasaron para su examen, o por insuficiencia de células grises en el cerebro), el resultado será una pifia o, peor aún, un compromiso con intereses particulares que no tienen nada que ver con su papel constitucional e histórico.

No estoy sugiriendo que los partidos debieran desaparecer; de alguna forma se tiene que alimentar la democracia representativa que vivimos. Lo que estoy tratando de decir es que tanto diputados como senadores deben anteponer los intereses nacionales, populares y federales (los de la República) a los de sus partidos y las componendas que éstos hagan. Y más cuando los partidos cada vez se diferencian menos entre sí y, por consecuencia, también sus candidatos. Si exigimos al Presidente que lo sea de todos los mexicanos y no de su partido y de los empresarios que lo ayudaron a llegar a Los Pinos, lo mismo les debemos exigir a senadores y a diputados. La salud de la nación está en juego, y la democracia también.

 
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