Usted está aquí: martes 4 de abril de 2006 Opinión Libre tránsito

Pedro Miguel

Libre tránsito

Seis decenas de ciudadanos de Senegal, Gambia y Malí se congregaron en el puerto mauritano de Nuadibú y se hicieron a la mar a bordo de una embarcación frágil, con el propósito de llegar a las Islas Canarias. Las corrientes marinas los mantuvieron dando vueltas durante 17 días frente a Mauritania. A la postre, su barco se hundió. Se ahogaron 32 y otros 25 fueron rescatados con vida por un pesquero local y trasladados, gravemente enfermos -insolación, sed, hambre- a diversos hospitales de Nuakchot. Así lo informaron el domingo las agencias. La semana pasada agentes de Migración entregaron en el consulado de Guatemala en México a una niña de 13 años, oriunda del país centroamericano, que llegó a la representación con la mirada perdida.

-¿Dónde te encontraron, m'ija? -le preguntó un agente consular.

-En el desierto -contestó la muchachita con un hilo de voz.

Estas historias forman parte del acontecer común del mundo contemporáneo. Sólo llegan a los medios cuando los muertos son 10 o más, como en el caso de los africanos ahogados, o cuando las circunstancias de los decesos ofrecen un dramatismo televisable, pero la mayor parte del sufrimiento humano que se ve en los fenómenos migratorios no es noticia. Se sabe que esas cosas pasan. Son normales. Punto.

La policía asienta en sus informes, como causa inmediata de las muertes, la impericia náutica de los traficantes de humanos; los médicos forenses registran en las autopsias la entrada de agua a los pulmones; los asesinos materiales son las altas temperaturas, la falta de oxígeno, la mordedura de animales venenosos, la deshidratación, el atropellamiento. Pero las muertes no ocurrirían sin esa combinación hipócrita y criminal de desigualdad económica y prohibición migratoria, de economías ávidas de mano de obra y políticos que defienden a la patria de la invasión de bárbaros que buscan trabajo.

En un editorial pacato desde el título ("Inmigración y mesura"), El País opina que "la capacidad de absorción no es ilimitada ni siquiera en Estados Unidos. Los europeos sabemos muy bien que sin una política regulada pronto nos podríamos enfrentar a desafíos que pondrían en peligro los derechos humanos de los inmigrantes y las libertades de los habitantes". Por eso, más vale mantener hambrientos a los cocodrilos del foso alrededor del castillo. No hay que llegar a tanto como echar del Paraíso a los residentes ilegales (no podría hacerse "sin graves consecuencias económicas y de orden público"), pero hay que disuadir a los aspirantes de allá afuera: ahóguense, guapos. Piérdanse y deshidrátense en el desierto. El problema es de ustedes y sus países, no nuestro. Nosotros ya tenemos países muy hermosos y la cuota suficiente de mano de obra barata y extranjera. Ya los llamaremos en el próximo ciclo expansivo de nuestras economías para que vengan a lavar los inodoros.

En décadas recientes los estados nacionales han entregado porciones enormes de poder y soberanía a empresas trasnacionales y a organismos e instrumentos multilaterales. En materia de migración, en cambio, se han reservado poderes absolutos. Así, millones de seres humanos se ven atrapados en una pinza formada por la aridez económica de sus países y las murallas migratorias de otras naciones. En medio están el mar, el desierto, los traficantes de personas, los furgones y contenedores clandestinos.

Entre toda la letra muerta de los tratados internacionales está el artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, documento que dentro de dos años cumplirá 60. Tiene dos incisos y dice lo siguiente:

"1. Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado; 2. Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a él."

Es urgente convertir esas dos frases en una garantía real y efectiva de libre tránsito por el planeta. Hay mucha gente que se está muriendo.

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