Usted está aquí: martes 28 de marzo de 2006 Opinión El Apocalipsis según Wagner

Juan Arturo Brennan

El Apocalipsis según Wagner

Al fin pereció la seductora caterva de complotistas incestuosos. Al fin se completó el estreno en México, a 130 años de distancia, de El anillo del Nibelungo, la portentosa y desconcertante trilogía operística (antecedida de una víspera preliminar) en la que Richard Wagner se planteó el reto de narrar la historia del mundo mediante sus propias preocupaciones estéticas, mitológicas y filosóficas. La noche del domingo se estrenó en Bellas Artes El ocaso de los dioses, entrega final del Anillo wagneriano, en una puesta cuya virtud principal fue la absoluta e indeclinable fidelidad estilística a las líneas de conducta planteadas en 2003 con la primera ópera del ciclo, El oro del Rhin. Fue precisamente esa admirable tenacidad para mantener una visión unitaria y coherente a lo largo de estos largos cuatro años lo que, finalmente, dio como resultado un Anillo exitoso y ejemplar.

Ver y escuchar El ocaso de los dioses presentada con los mismos parámetros musicales y teatrales propuestos para cada ópera del ciclo permitió, entre otras cosas, apreciar con claridad las conclusiones que Wagner propone para los complejos hilos dramáticos que ha tejido, cual Norna omnipotente, a lo largo de su fascinante saga. De modo análogo, resultó muy instructivo asistir al trenzado final de la asombrosa e intrincada red de leitmotiven musicales urdida obsesivamente por el compositor para identificar y anclar sólidamente a cada personaje, lugar, objeto, idea, emoción y concepto trascendente de su totalizadora historia. Así, al sonar el último, tristísimo acorde que acompaña a la destrucción del mundo, queda la sensación de que han caído en su lugar las piezas finales de un enorme rompecabezas que por momentos parecía no tener solución.

Si bien este Anillo del Nibelungo ha sido, como toda empresa operística, un arduo trabajo de conjunto, su concepción y realización se han debido sobre todo a Sergio Vela, quien más allá de dirigir escena en las cuatro óperas del ciclo, propuso y creó una visión personal de gran individualidad, discutida y cuestionada desde el inicio pero, como ya lo señalé, congruente de principio a fin. Contra viento y marea, Vela se mantuvo fiel a sus máscaras, a sus ondinas voladoras, a su escenografía a la vez masiva y minimalista, a su teatralidad intencionalmente exagerada y estilizada, a sus cimientos en la tragedia griega.

De manera particularmente evidente, se mantuvo fiel a la abrumadora omnipresencia del emblemático anillo: anillo de oro, anillo de sangre, anillo de fuego, anillo de agua, anillo de la discordia, anillo del poder, anillo de la destrucción, anillo de la redención. Un anillo que, en el uso escénico que le dio Vela puede verse como un umbral a otro mundo, como un grillete que ata al destino inexorable, como una mirilla que permite fugaces miradas al Apocalipsis que se viene, cabalgando a lomos de Grane.

Sin duda, se extraña en El ocaso de los dioses la presencia de Wotan, el malogrado manipulador cuyas maquinaciones llevan directamente a la aniquilación del mundo conocido y el orden establecido. En su lugar, el hilo dramático central de la última entrega de El anillo del Nibelungo es llevado por Hagen, encarnado con ominosa presencia escénica por Andrea Silvestrelli, quien con justicia fue el intérprete más apreciado de la noche. Fue mediante la figura de Hagen que Sergio Vela dio una muestra certera de la fidelidad a sus principios teatrales, incluso previos al Anillo. Este Hagen vigilante con su enorme lanza al lado, ¿no reflejó acaso por momentos a aquel atribulado Kurwenal creado por Vela en su Tristán de 1996?

El resultado global exitoso de este Ocaso de los dioses no impide señalar que, al menos en su función de estreno, el reparto vocal no tuvo la homogeneidad de las anteriores entregas del ciclo, con una Brünnhilde de voz delgada y un Siegfried que se agotó en los últimos tramos de la saga. Bajo la siempre espléndida conducción de Guido Maria Guida, la Orquesta del Teatro de Bellas Artes tuvo momentos de solidez, pero tampoco alcanzó el nivel que se le escuchó de manera general en las tres óperas anteriores. Lo que queda, finalmente, es la convicción de que los años de esfuerzo y los recursos invertidos bien han valido la pena y que, a la vez, este Anillo del Nibelungo ha dejado retos y parámetros difíciles de superar en nuestro entorno operístico. ¿Adónde van la Opera de Bellas Artes y el Festival de México en el Centro Histórico después de este muy bien logrado Apocalipsis wagneriano? Hacia arriba, en el mejor de los casos. Así sea.

 
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