Usted está aquí: martes 28 de marzo de 2006 Cultura Una encerrona con los mismísimos dioses en el Palacio de Bellas Artes

Más de cinco horas en el filo de la butaca con el estallido del arte total

Una encerrona con los mismísimos dioses en el Palacio de Bellas Artes

Culminó la última jornada de la tetralogía de Wagner entre el furor y la fantasía

Una enaltecida multitud peregrinó por los senderos del deseo y la entraña de la emoción

PABLO ESPINOSA

Ampliar la imagen Una escena de la ópera El ocaso de los dioses Foto: Marco Peláez

El arte total por fin en México.

Durante más de cinco horas, una enaltecida multitud presenció el prodigio cultural mejor logrado en los pasados decenios en el país: la puesta en vida del proyecto artístico más ambicioso que se haya concebido en la cultura occidental; la conjugación de todas las artes en un solo escenario, el despliegue del instrumento creativo por excelencia, la voz humana, el esplendor a toda orquesta, las artes escénicas en todos sus avances, consecuciones y logros posibles más allá de lo imaginado, las artes plásticas, el estallido de los cuerpos y la explosión de las emociones. Un manantial de maravillas puestas en carne y sangre y sonidos y alucinaciones que de tan reales parecían fantásticos.

Götterdämmerung, El ocaso de los dioses, tercera jornada de Der Ring des Nibelungen (El anillo del Nibelungo), culminación de la tetralogía de Richard Wagner (1813-1883) se estrenó la tarde-noche del domingo y queda como una efeméride para la historia.

Fue tal el prodigio que en ese golpe preciso y contundente quedó prácticamente borrada la penosa, altisonante, cabizbaja manera en que la ópera en México había sido solamente atisbada hasta entonces, para marcar un parteaguas, un antes y después de cómo debe ponerse en vida el arte de las artes, la ópera.

Riqueza de significados

Sin parangón, las gestas operísticas en la ya larga vida bellasartiana ofrece, otras voces otros ámbitos, puntos de referencia obligados: la edad de oro cuando cantaron en México las mejores voces del planeta, en los años 50 y 60, y el renacimiento escénico que se gestó en los 80. Montajes equiparables como los de Ludwik Margules y el propio Sergio Vela y momentos de brillantez extrema como los que impuso con su genio el maestro Juan Ibáñez, por cierto maestro por excelencia de Vela.

Las luengas, intensas, gloriosísimas jornadas transcurridas en los tres años anteriores, cuando consecutivamente Sergio Vela puso en escena El oro del Rhin, La Valquiria y Sigfrido, los tres primeros episodios de la tetralogía, tuvieron el domingo una culminación plena de esplendor y de excelencia. Aún los detalles que habían causado reticencia como el uso de máscaras en los cantantes tuvieron una culminación feliz, un proceso de afinación inteligentérrimo que desembocó en una coherencia espléndida, al grado de cobrar verosimilitud, brillantez, originalidad y riqueza de significados, pues el uso de esas máscaras ahora tuvo un desarrollo más que adecuado, portador y afianzador de las intenciones estéticas que las concibieron.

Si los cantantes enmascarados en los tres episodios anteriores se prestaban a comparaciones con personajes de cómic o de cine fantástico, ahora el mismísimo arte del cine se vio rebasado con la magnificencia de esas representaciones en una resonancia sin parangón. Sigfrido y Brunhilde convivieron con el elfo, las ondinas, Hagen, Gunther y Alberich en una traspolación genérica de efectos dramatúrgicos gigantescos, justo en el blanco de la intención buscada por Richard Wagner, quizá el más ambicioso de todos los músicos en la historia.

Si bien el genio de Wagner recurrió a toda la imaginería de su cerebro y los dispositivos de mecánica teatral y recursos técnicos de su época, el maestro Sergio Vela echó mano de esa imaginería cerebral, de una capacidad de asombro sin paralelo, de una fantasía extraordinaria para ponerla en vida con los avances tecnológicos de la época sin que se trate de lo que vulgarmente se da en denominar ''efectos especiales".

Sin trucos ni engaños, Vela llevó de la mano a músicos, cantantes, coro y público por los senderos insondables de los sueños, las fantasías, los deseos, los poderes sobrenaturales y la entraña de la emoción, el mismísimo fondo, abismal y celestial al mismo tiempo, de la naturaleza humana. Vaya prodigio.

Majestuoso discurso de símbolos

Con la perfección de un círculo, el desarrollo escénico, dramatúrgico, escenográfico, iluminativo, se desplegó con esta maestría lograda por Sergio Vela para ponerla al servicio de la música, que en eso consiste simple y llanamente el trabajo de un director que se precie de tal. De manera que el resultado es un hito cultural, un acontecimiento verdaderamente histórico cuyas consecuencias positivas irradiarán sin duda el futuro de las artes escénicas y musicales del país.

No hubo entonces sino despliegues de maravillas en escena, en el foso de la orquesta y todos los rincones del Teatro de Bellas Artes, con un sentido de espacialidad abrumadora merced a toda esta estrategia artística: rampas como andamios invisibles en el aire, ondinas nadando en las aguas que llenan cielo y tierra, un corcel cabalgando en el éter, fuego abrasador que convive con las aguas, voces solistas en esplendor, coro optimizado al máximo, y una orquesta que sonó como las mejores en el mundo.

Todo un tratado de ontología, un discurso majestuoso de símbolos, misterios y significados, la ciencia de la filosofía brillando en constelación impresionante junto a sus hermanas gemelas, la poesía y la música.

Un hito histórico, sin duda.

Albricias.

 
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