La Jornada Semanal,   domingo 26 de marzo  de 2006        núm. 577

NMORALES MUÑOZ.

LUDWIK MARGULES (1933-2006)

¿Dónde pues hay optimismo? En la batalla,
en el duro oficio de hacer puestas en
escena, una de las pocas cosas que quedan
capaces de desafiar el espíritu del hombre […]
Todo lo demás no sé si vale la pena.

Superviviente del Holocausto, exiliado en Tajikistán, "mestizo perfecto" de varias culturas, comensal desaforado y generoso… Hace unos días ha muerto, después de un calvario dilatado y doloroso, Ludwik Margules, que supo ser también director de escena, formador de actores, fotógrafo ocasional y fumador de pipa.

Los cuarenta años de su trayectoria pueden verse, en retrospectiva, como una línea recta y decidida hacia el minimalismo orgánico, hacia la exclusión de todo oropel en favor de la médula del hecho escénico. Sin duda alguna, y sin desmerecer su trabajo previo, el teatro del último Margules (de De la vida de las marionetas a Noche de reyes, período que se extiende de los primeros ochenta a los prolegómenos del siglo xx) es un teatro de la síntesis, de la esencia en el sentido kottiano de la palabra. Desterrado lo superfluo de la escena, su último teatro era, más que nunca, un teatro del actor: un actor capaz de desaprender nociones y conceptos enraizados desde tiempo atrás, un actor convencido, no sin conflictos ("actuar es una militancia", supo decir), a situarse en un estado de total indefensión, alejándose así de los convencionalismos y de las condescendencias que aún lastran al teatro mexicano. El grado cero de la actuación, si pudiéramos robar y parafrasear el término de Barthes. Margules, como el mejor Mendoza, como el mejor Gurrola, emparejó a nuestra escena con lo más selecto de nuestra narrativa o de nuestra poesía, y de paso la puso a dialogar de igual a igual con el mejor teatro del mundo.
Su herencia puede valorarse en varios niveles: la trascendencia de sus puestas (la más importante), su indudable capacidad pedagógica (ejercida a sangre y fuego, con látigo y taladro, y que ha sido continuada formidablemente por quienes, alumnos suyos en el cut, en El Foro Teatro Contemporáneo o en otros espacios, son hoy algunos de nuestros mejores hombres y mujeres de teatro), su tratamiento del espacio, en mancuerna brillante con Alejandro Luna... Su legado es, pues, múltiple y complejo.
Con él se va un contrapeso imprescindible en toda comunidad artística: el del rigor y la congruencia. Margules ha sabido encarnar como nadie en el teatro mexicano contemporáneo al creador que, lejos de tendencias y modas instantáneas, lleva un proyecto estético hasta sus últimas consecuencias. Casi siempre realista, preocupado por explorar las contradicciones más dolorosas de la condición humana, su teatro puso el dedo en la llaga, implacablemente, en los muchos motivos que para el desasosiego hemos tenido quienes vivimos al amparo de un status quo que obnubila y asfixia, que sojuzga y paraliza en más de un sentido.
Nos queda también en la memoria, conservatorio único de un arte decididamente efímero como el teatral, su sentido de lo trágico, inigualable en la historia de nuestra puesta en escena. Lo trágico entendido como el horror subyacente, como la contracara perversa de lo que suele entenderse por normalidad. Demiurgo inquieto y siempre insatisfecho, Margules supo transmitir en cada uno de sus montajes, despiadadamente, ese cúmulo de inquietudes intelectuales, artísticas y emocionales que le aquejaban, sumergiendo al espectador en una experiencia estética genuina y totalizante.
Incluso para quienes no fuimos sus alumnos directos Margules fue un maestro decisivo. No hizo falta acompañarlo en el aula para recibir, a través de sus puestas, lecciones imborrables, de entre las que se destaca, por mucho, una fundamental: que vale la pena depositar la fe en el teatro sí y sólo sí se le piensa como un espacio radical, en el que no caben la amabilidad y la medianía.

Vilipendiado por extranjerizante, señalado como uno precursor del desprecio de nuestros directores hacia la dramaturgia nacional (aun cuando supo entender como pocos a Ibargüengoitia, a Garro, a Liera), tratado de tirano por algunos de sus actores y alumnos, Ludwik Margules fue siempre eje de controversia. Su obra, pese a haber escapado a devenir directamente de su "folclor personal", estuvo marcada por los acontecimientos de una vida que vio de cerca al pathos en más de una ocasión. Y, para fortuna nuestra como especialistas o espectadores, también por la genialidad.

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