Usted está aquí: domingo 26 de marzo de 2006 Opinión EJE CENTRAL

EJE CENTRAL

Cristina Pacheco

El nombre de los árboles

María Dolores y Alicia, artesanas bordadoras, son mazahuas. Nacieron en San Felipe del Progreso, estado de México, y pertenecen a dos comunidades: San Francisco Tlachichilpa y Concepción de Chico. Sus abuelos y sus padres fueron agricultores. Muy niñas aprendieron a laborar en campos sembrados de maíz, frijol y haba. Apenas alcanzaron a terminar la primaria.

A los 12 años María Dolores vino a la ciudad de México para trabajar como empleada doméstica, a los 15 entró por vez primera en un cine, a los 17 se casó. Alicia ganó su primer sueldo a los 9 años como ayudante en una zapatería. Desde 1999 vive en unión libre y tiene dos hijos.

María Dolores y Alicia comparten la experiencia de la miseria y la violencia intrafamiliar. Desde 2004 ellas y otras 14 mujeres de su municipio pertenecen a Visión Mundial, una organización civil al margen de religiones y política que promueve los derechos humanos y orienta a las comunidades marginadas para superar la pobreza.

Antes de ingresar a Visión Mundial, María Dolores y Alicia ignoraban que existieran los derechos humanos y más aun que las mujeres los tuvieran. Sus madres las educaron, como a ellas sus abuelas, sobre la base de que la mujer le pertenece al hombre y debe servirlo y obedecerlo en todo.

Ellas no quieren que este modelo de conducta se perpetúe y trabajan para evitar que la miseria, la ignorancia y la violencia esclavicen a nuevas generaciones de mazahuas. "No hay poder en el mundo que cambie el pasado o borre experiencias tan amargas como las que nosotras tuvimos y siguen teniendo muchas personas de nuestra comunidad -dice María Dolores-. Frente a eso lo único posible es fincar las bases para que el futuro sea distinto. Por el momento ya hemos logrado mucho, entre otras cosas, que no se discrimine a los niños con discapacidad ni a los ancianos".

Flores de ocaso

San Felipe del Progreso es un municipio agrícola y artesanal habitado por una mayoría de mujeres. En la región abundan cedros, pinos, madroños, robles y encinos. Los campos están salpicados por la "flor de ocaso", que se reproduce en los bordados mazahuas tradicionales.

Aunque San Felipe del Progreso está a sólo dos horas del Distrito Federal, María Dolores y Alicia tienen que hacer un viaje que les lleva el doble de tiempo porque sus comunidades aún están muy aisladas y carecen de teléfono.

Entre las dos amigas hay una pequeña diferencia de edades. Sólo María Dolores viste el huipil tradicional. Alicia ha renunciado al atuendo indígena porque es motivo de discriminación, incluso entre los mismos mazahuas. Las dos entienden el idioma de sus antepasados pero no lo hablan.

Hambre y alcohol

"Tuve ocho hermanos -dice María Dolores-. Cuando éramos pequeños sufrimos mucho. Comíamos nada más tortillas con chile y sal. En ocasiones ni eso. No tuvimos tiempo para jugar ni juguetes. Vivíamos en la miseria porque mi padre era borracho y casi no trabajaba. Tomado era muy violento con todo el mundo, en especial con mi madre. Ella, aunque viera que no teníamos de comer, jamás le reclamó a mi padre su irresponsabilidad, y en vez de procurar cambiarlo, por darle gusto y para que no la abandonara, se alcoholizó también.

"Los dos se emborrachaban con pulque y cerveza. Pasaban muchas horas fuera de la casa y cuando volvían era como si no estuvieran. Hablaban mazahua entre ellos, pero nunca nos enseñaron ese idioma y a nosotros se dirigían muy pocas veces. Más que su silencio, nos lastimó su indiferencia: no nos dieron principios ni mencionaron los cambios que iban a operarse en nuestros cuerpos. Lo peor de todo es que jamás nos manifestaron su amor. Crecimos sin saber lo que es un beso, un abrazo, una palabra cariñosa o amable".

La capital del llanto

"En San Felipe del Progreso hay mucha pobreza. Los hombres vienen a la ciudad de México para trabajar como albañiles y las mujeres para emplearse como sirvientas. Por eso muchos campos están abandonados.

"Cuando salí del sexto año mis padres, sin pedir mi parecer ni explicarme nada, me mandaron a trabajar como sirvienta. Nunca antes había venido a la capital. Sola, sin saber nada, me pareció inmensa, amenazante al grado que durante un mes no salí de la casa donde trabajaba de las siete de la mañana a las ocho de la noche a cambio de 70 pesos mensuales. Todo el dinero se lo mandaba a mis padres.

"La patrona me envió a la secundaria. Estudié nada más tres meses porque el trabajo era muy pesado y porque las circunstancias me arrancaron toda aspiración. Lejos de mi familia vivía triste. Extrañaba el paisaje y la comida, todo. No me atrevía a decirlo y lloraba en silencio bajo la regadera: de ese modo justificaba tener los ojos siempre irritados. Fue una etapa muy dura por lo que estaba viviendo y porque no sabía cuándo iba a regresar a mi pueblo, con mi gente.

"Volví a San Felipe del Progreso y al poco tiempo me casé. Me enamoré del que ahora es mi marido porque una vez que me invitó al cine me dijo que antes de irnos él tenía que lavar su propia ropa y hacer algo de comida. Creí que estaba soñando, porque lo habitual para mí era que el hombre no moviese un dedo para ayudar en las tareas de la casa. De niña veía a mi madre con el bebé en un brazo y la cubeta llena de agua en el otro, matándose por el esfuerzo mientras mi padre permanecía indiferente, sin hacer nada".

La vida conyugal

"En nuestra comunidad las personas se casan muy jóvenes, entre los 15 y 17 años. Cuando tienen dificultades o ya no se entienden, las parejas se disuelven pero no se divorcian porque el trámite es muy caro.

"Me casé a los 17 años. Me levanto a las cinco y media de la mañana. Como allá sopla muy fuerte el aire, lo primero que hago es barrer y llenar botes de agua porque después no llega. Hago las tortillas a mano y el almuerzo para que los niños se vayan a la escuela: les doy un caldito o huevos con jamón porque no quiero que se presenten a clases sin haber comido algo.

"Para las dos de la tarde tengo la comida lista: frijoles, chícharos, papas, nopales, lentejas. Una vez cada 15 días comemos carne; postres, nunca, sólo frutas de la estación. No cenamos. No hay dinero para diversiones. Los fines de semana compramos tacos placeros y nos vamos a comerlos debajo de un árbol.

"Trabajo todo el tiempo: unas veces en el campo y otras bordando. Hacer un huipil me lleva una semana. No es fácil venderlo, y cuando lo consigo me lo pagan muy barato. También me ayudo con mi maquinita de coser. Hago composturas para las vecinas que me llevan su ropa. Aun con estos dos trabajos gano muy poquito dinero y lo invierto comprando las cosas que mis hijos necesitan. No tengo ahorros y mi única propiedad son siete borregos: más de lo que tuvo mi madre.

Alcohol y falta de amor

"Mi esposo se dedica a hacer trámites automovilísticos. Si no hay quien solicite sus servicios, me ayuda en la casa. Cuando nos casamos no bebía. Hace cinco años empezó a tomar, primero una vez cada 15 días y después más. Me asusté porque recordé el daño que nos causó el alcoholismo de mi padre. Se lo dije y le pregunté por qué lo hacía. No pudo explicármelo y le sugerí que buscara ayuda profesional.

"Lo hizo y después comenzó a escribir hojas y hojas. Nunca supe lo que ponía en ellas hasta que el año pasado encontré un papel donde él hablaba muy bonito de mí y de sus hijos. También decía que el motivo de su tristeza era recordar su infancia absolutamente falta de amor: nunca recibió un beso de su padre porque esas expresiones de afecto estaban mal vistas, sobre todo viniendo de un hombre a otro".

Emigración y desintegración

"Aunque a veces no tiene trabajo, a mi esposo no le ha entrado la tentación de irse a Estados Unidos, como han hecho tantos otros sanfelipenses. Pienso que debería hacerse algo para detener la emigración. Es uno de nuestros flagelos más crueles junto con el alcoholismo, la violencia y el desempleo.

"Muchas personas creen que la emigración es muy positiva porque llegan remesas al país. En realidad no es buena porque causa desintegración familiar. Muchos hombres que se van en busca de trabajo a Estados Unidos no les mandan dinero a sus familias y con frecuencia no regresan. Las mujeres buscan otras parejas y descuidan o abandonan a sus hijos. No hay dinero que compense un daño tan grande.

"En el camino hacia el progreso hemos perdido muchas cosas relacionadas con nuestra cultura. Rescatarlas y disfrutarlas es una parte muy importante de los derechos humanos. Voy a darme un tiempecito para aprender bien el mazahua y enseñárselo a mis hijos. No quiero que llegue el día en que nadie habla el idioma de nuestros antepasados. Si eso ocurriera perderíamos todo lo que puede expresarse y describirse con nuestra antigua lengua. Siento que cuando no haya quien diga en mazahua el nombre de los árboles y las flores se borrará también el paisaje de mi tierra".

 
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