Usted está aquí: jueves 23 de marzo de 2006 Opinión La casa suspendida

Olga Harmony

La casa suspendida

Conocíamos de Michel Tremblay, primero como lectura y luego como escenificación formal, Albertina en cinco tiempos, en que se presentan cinco etapas de la misma mujer, interpretadas por otras tantas actrices, y es al final cuando conocemos la realidad de la historia y la razón del colapso nervioso de la protagonista. Ahora, en una excelente traducción de Rafael Segovia -de esas que fluyen como si el español fuera el idioma original- Raúl Quintanilla dirige La casa suspendida, otro conmovedor texto del dramaturgo quebequense, que también al final nos revela mucho del entramado familiar que propone y aun nos hace repensar algunas características de unos personajes. Esta vez se presentan tres épocas de la familia de Marcos, el relator de los fantasmas y las historias de la familia que habitó la casa del título, la de éste, su amigo Mateo y hijo de este último, la que sirve de antecedente a toda la historia en 1910, con la presencia de Josafat y Victoria, con el hijo de ambos, y en 1950 con Albertina, Eduardo y su cuñada, más el hijo de Albertina. Resulta una ingeniosa delicadeza del autor el hecho de que ninguno de los tres niños -incorporados por el mismo actorcito- sea el pasado de alguno de los adultos presentes. Los personajes de las tres generaciones se mezclan por momentos en escena sin advertirse -excepto el aullido del lobo que hace de broma Josafat y que sobresalta a los otros y alguna reacción como la de Albertina ante las palabras casi finales de Victoria- como fantasmas del pasado o del presente. El texto tiene tres tonos bien diferenciados para cada generación, un poco en melodrama por el culpable amor incestuoso de Victoria y Josafat -que se revela en las primeras líneas de Marcos-, duro y violento en los años 50, teñido de nostalgia en el presente de 1990.

Escenificarla, por lo tanto, tiene sus bemoles, pero Quintanilla realiza una de sus mejores direcciones, sin perder tono y ritmo de cada momento. La añosa casa suspendida -llamada así por los cuentos del imaginativo Josafat- es reproducida en su fachada por el escenógrafo Philippe Amand, con su puerta de entrada y salida de los personajes, su porche, y un pequeño espacio frontal en el escenario que también se utiliza. El director hace que haya casi siempre un personaje, o varios, de otra generación cuando se desarrollan las escenas de alguna y los unifica a todos ante el atardecer enmarcado por el violín -con música original de Francisco Lledias- que es el leitmotiv de la obra y, desde luego, de Josafat. Tiene momentos de gran sabiduría escénica, como el de la Gorda bajando al escenario la vieja silla y quedando en ella para, en el segundo acto, dar su monólogo y sus escenas, por no hablar de los momentos en que los diálogos de los personajes de diferentes épocas se entrecruzan o aun son paralelos, como los de Mateo y Josafat al hablar del amor que sienten por sus respectivos hijos y que muy bien puede ser el tema de la obra, el del amor paterno.

Los personajes están muy bien delineados por el autor y resaltan por el buen desempeño de director y elenco, vestido con diseños de Cristina Sauza. Arturo Beristain, hace de su viejo profesor Marcos un ser real y entendible, sobre todo cuando habla de su profesión de maestro y Fabián Corres es un atento escucha, excepto cuando narra su pequeña historia y habla de su hijito, a pesar de la equívoca relación, apenas insinuada por algún gesto, que tiene con el otro. La espléndida Karina Gidi muestra todos los matices de Victoria, como severa compañera que se rinde risueña y amorosa ante las historias de Josafat, su terrible llanto al conocer su destino, su frío enojo del final y la casi maldición que imparte a su vientre. Víctor H. Martín es un excelente Josafat, el violinista soñador y contador de historias que también sufre un desgarramiento. Juan Carlos Vives transita como Eduardo del grotesco travestismo hacia la gran dignidad que reviste cuando le explica a su hermana la razón de que use ese ropaje. Patricia Eguía, no tan gorda como la Gorda, sabe ser cómplice de Eduardo y también conmueve en su soledad. La dura Albertina de Dora Cordero se transforma también ante las palabras del hermano y Cristóbal Martínez encarna bien a los tres niños de las diferentes épocas en esta historia tan bien hilada que las genealogías se descubren al final, aunque el primer secreto, que no el mayor, lo sabemos desde el principio.

 
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