Usted está aquí: martes 21 de marzo de 2006 Opinión JUGB060321

Gustavo Iruegas

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Si Juárez no hubiera muerto, otro gallo cantaría, la patria se salvaría y México sería feliz. Esta copla, originalmente dedicada a José Martí, que es también un danzón y un lamento por la ausencia de Benito Juárez, hace pensar que su célebre apotegma, con toda la enjundia que encierra, es ahora tan vigente como cuando fue pronunciado.

Cuando el presidente Juárez, en el momento de la victoria sobre el invasor extranjero, dijo a los mexicanos que "el respeto al derecho ajeno es la paz", eran épocas en que el derecho internacional reconocía la guerra como un recurso lícito para la conquista y la intervención. Los jóvenes estados recientemente independizados se consideraban presas legítimas. Las cosas no han cambiado mucho.

En el siglo XX, el orden internacional tuvo cuatro modalidades: la que dependía del equilibrio del poder (la paz armada), la que precaria y fugazmente descansó en la simple observancia del derecho internacional (la Sociedad de Naciones), y una versión mejorada del orden sustentada en el equilibrio, que fue el de la guerra fría y Naciones Unidas. La cuarta es la que resulta del imperio de un poder hegemónico que se sobrepone a la propia Naciones Unidas. El siglo XXI se inició con esta última variante en que el orden internacional lo dicta la hegemonía dogmática y rapaz de una formidable potencia.

Los miembros originales de la Organización de Naciones Unidas se presumían "amantes de la paz" y los que posteriormente se incorporaron a ella debieron ser reconocidos como tales por los primeros. En esa condición y en las disposiciones de la Carta se sustentó teórica y jurídicamente la seguridad internacional durante la guerra fría. En la práctica se asentó en el equilibrio funcional del poder militar convencional entre los más fuertes y en la certeza de que el uso del poder nuclear significaría el exterminio mutuo. Los conflictos que no merecían el interés directo de los poderosos podían dirimirse según las reglas de la Carta o dejarse continuar hasta dejar exangües a los contendientes. También era una opción de los poderosos enfrentarse en tierra ajena y por interpósitas naciones.

En la actualidad ese equilibrio no existe, y la paz y la seguridad internacionales, que alguna vez fueron la razón de ser de Naciones Unidas, dependen ahora de la percepción del gobierno de Estados Unidos sobre su propia seguridad y de algo mucho más peligroso aún: sus designios de imperio mundial.

Esta peligrosa situación se empezó a configurar en el momento mismo en que se colapsó la Unión Soviética y los otrora estados socialistas de Europa del este buscaron su incorporación a Occidente y sus instituciones pertinentes: la Unión Europea y la OTAN. Las condiciones de hegemonía económica, política y militar de Estados Unidos ya estaban dadas y reconocidas cuando ocurrió el brutal atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001; el que estremeció al mundo y puso en pie de guerra al gobierno y a la sociedad estadunidenses.

Después de invadir Afganistán, el gobierno del presidente Bush esperaba obtener el mismo respaldo internacional material, moral y político para hacer la guerra a Irak. La declarada oposición de los integrantes del Consejo -México entre ellos- hizo que Estados Unidos optara por la invasión directa. Ya a sabiendas de que los alegatos contra el régimen iraquí eran falsos, el Consejo de Seguridad y todos sus miembros validaron la ocupación de Irak.

En ese momento el orden internacional quedó formalmente abatido y Naciones Unidas sometida al dictado de la Casa Blanca. El veto, largamente criticado desde el tercer mundo como un antidemocrático privilegio, quedó evidenciado en su verdadero carácter de poder, antes que derecho, ahora reservado a Estados Unidos.

Complementando el sometimiento de gobiernos y la imposición de sistemas económicos, el poder hegemónico induce en la comunidad internacional y orienta en el aparato burocrático internacional una tendencia disfrazada con cierto halo de intencionalidad progresista, que incide en la vida interior de los estados: a partir de lo que se ha dado en llamar "los principios y valores de Occidente" se ha creado artificial y forzadamente un paradigma para las naciones pobres y débiles que se inculca por los medios de la industria cultural y de la información y se legitima desde las instituciones internacionales.

El paradigma occidental no se compadece con la historia ni la conducta de sus promotores y mucho menos con la realidad económica política y social de sus destinatarios. La realidad demuestra cotidianamente que la propuesta occidental no resulta efectiva para el mundo en desarrollo porque carece de la contraparte de la libertad, que es la justicia; porque la democracia es disfuncional en sociedades estructuralmente injustas; porque la riqueza no se mueve libremente por el mundo, sino que está sujeta a una ley equiparable a la de la gravitación, que se expresa popularmente en la frase "dinero llama dinero".

En el otro extremo del poder hegemónico se expresa de manera cruda y descarnada la implantación forzada de fueros para el imperio, que le permiten promover la aplicación compulsiva de los derechos humanos por parte de otros al tiempo que es transgresor abusivo y delincuente de los mismos derechos; velar celosamente por que nadie posea ni use las armas que él sí tiene y usa; sancionar en otros la ética y moral de que carece; saquear las riquezas nacionales de cualquiera sin riesgo de retorsión o reclamo; aplicar su ley extraterritorialmente con desprecio de las leyes de las otras naciones y del derecho internacional; exceptuarse a sí mismo de las responsabilidades penales por crímenes contra la humanidad y, en el súmmum de la arbitrariedad, hacer la guerra a capricho.

Hoy, cuando el Estado más poderoso del mundo y de la historia ha declarado su determinación de imponer su voluntad, sus leyes y sus intereses al resto de la comunidad internacional, en franco desacato del derecho internacional y desprecio por el derecho de los demás, la máxima juarista adquiere la potencia del imperativo categórico. Juárez no debió morir.

 
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