[email protected] PARA TODO MAL Para celebrar es condición jamás perder la fe, abrir el corazón y servir el mezcal. Aunque al terminar de ver la película queda la sensación irreprimible de que los ojos han puesto la mirada en uno de los senderos que Malcom Lowry dejó para siempre bifurcados en la infinita Bajo el volcán, el segundo largometraje de Ignacio Ortiz no tiene como exclusivo referente la bien conocida historia de pasión y desgracia que un Cónsul estadunidense viviera en territorio mexicano.
Este Mezcal pareciera ser la savia de un agave sembrado en los terrenos de algún sueño en el que caben Lowry, Shakespeare y su tempestad, un Traven alucinado y un Rojas González que descubre nuevos hículis hualula en el mostrador del Farolito. El fondo, el trasunto de la historia que se cuenta sucedió antes y sucederá también después de lo que vemos, pero en este fragmento de universo regido por reglas propias e inexorables, obstinado como la lluvia interminable que lo cubre, está completo el código en el que Ortiz ha cifrado la explicación del pasado y del destino de sus criaturas alucinadas, que quisieran escapar de su obsesión pero que con cada movimiento se enraizan más. Este Mezcal es un interregno, un pedazo de tiempo que se cristalizó a medio camino entre una niñez cancelada de tajo, súbitamente, sin posibilidad clara de enmienda, y una madurez indeseable porque significa la condenación de las generaciones siguientes a heredar el rencor, la venganza y el odio inoculados a ciegas en medio de un par de ojos que sólo han aprendido a buscar el blanco donde poner una bala, ya sea hecha de metal, de palabras o de abandono. Afuera de la taberna rústica, una niña instala y desinstala todos los días a su padre, asiste activamente al derrengamiento de esa piltrafa y le surte todo el mezcal que haga falta para que no deje de contarle lo que ve con los ojos de la ausencia: aquí el proyectil parricida, inocente, viene del fondo del vaso y es al mismo tiempo la cosa única a la que puede asirse una infancia que quiere seguir siendo. Adentro de la taberna se desbifurcan los caminos, los perseguidores alcanzan a sus presas, y mientras éstas piensan que irremediablemente son propiedad de su pasado, mientras hacen cuentas de lo que deben pagar en el ajuste, Ortiz da como contrapunto los trayectos inopinados de un grupo de parroquianos que han perdido a su caballo, desandan el camino para encontrarlo y en ningún momento permiten que el silencio, verdugo de la vitalidad, les gane la partida. Si es el alcohol o el instinto lo que los mueve, poco parece importar; si es la paz interior o un caballo, de cualquier modo no es posible dejarlos bajo la lluvia. Este Mezcal es, entonces y también, la victoria íntima de quien ha decidido en definitiva qué es importante para él, aunque sus semejantes sean incapaces de comprender, aunque la paridad entre el mundo de este lado y el otro salte en pedazos y no haya modo de recomponer un equilibrio que, de todos modos, jamás había existido como no fuera en el universo de las esperanzas. Es, al fin, el conducto para y la posibilidad de alcanzar un perdón que, como el mezcal, debe ser bebido siempre con fe y con el corazón abierto. Este Mezcal es, felizmente, la demostración de que no por fuerza la mayor parte de la filmografía mexicana reciente consiste en antiosadías, colecciones ad nauseam de clichés formales o temáticos, ni tampoco en la ausencia de discurso propio. |