La Jornada Semanal,   domingo 12 de marzo  de 2006        núm. 575

NMORALES MUÑOZ.

ANTÍGONA

Habría que leer y escuchar, siempre, la poesía de José Watanabe (Laredo, Perú, 1946). Se trata de uno de esas voces indispensables que se hacen vigorosas a partir, precisa y paradójicamente, de todo aquello que otras mentes estrechas suponen débil: las pequeñas cosas, la cotidianidad, los retruécanos íntimos de la quietud, la contemplación de la naturaleza, etcétera, vertiente que se complementa con otra recargada hacia lo erótico y lo sexual, hacia la exploración gozosa del cuerpo como germen de placer carnal y espiritual, todo lo cual lo ha hecho ir a contrapelo de una generación que supo irrumpir con fuerza, con una poesía de fuerte aroma político y social, en la escena poética peruana de los setenta, período de represiones y violencias varias.

Habría que leer a Watanabe hoy, acaso mucho más que nunca, cuando ha decidido volcar su ojo sereno y reflexivo a la escena, pero también a una revisión, tal vez más sosegada que la de sus contemporáneos, de todo aquello que marcó a fuego su juventud y su adultez, y que no es otra cosa que las repercusiones de la lucha por el poder en un país que, como el suyo y como tantos otros, conoce poco de paz y equilibrio en los últimos cincuenta años. Su Antígona se alimenta pues por partes iguales de lo padecido durante el terror paramilitar y guerrillero del Perú de décadas pasadas y de los excesos y del oprobio mesiánico del fujimorato, y no se conforma con ser una recuperación de un mito esencial, sino que se vuelve un sólido ejercicio de reescritura. Reescribe Watanabe un poema dramático en el que convergen siglos y siglos de tradición, y que se vuelve contemporáneo no por una malentendida "actualización" (como la que han intentado tantos otros) de sus elementos estilísticos (diálogos, alusiones contextuales, adecuación coloquial del lenguaje), sino por conformar una poética personal de un tema que a todos remueve: el duelo. El duelo de Antígona al errar con el cadáver de su hermano a cuestas, el duelo de un país que no encuentra refreno para la peste que sus propias entrañas emanan, el duelo del poeta que sólo tiene, por toda arma, la endeble fortaleza de la palabra. La poesía de Watanabe, cristalina pero también enraizada en la lobreguez de quien escribe desde la otra orilla del Aqueronte, nos conduele al recordarnos, por si hiciera falta, la fragilidad de nuestro mundo inmediato, la posibilidad del horror que subyace en nuestra realidad.

Poema dramático en el mejor de los sentidos, Antígona ha sido estrenada en varios países latinoamericanos (Perú y Argentina entre ellos) respetando la propuesta del autor: un monólogo en veintidós escenas para una actriz que encarne a la hija menor de Edipo y Yocasta. Miguel Ángel Rivera, director de origen peruano y titular de la compañía El Teatro del Mar, aprovecha la absoluta libertad que ofrece el texto de Watanabe y ha repartido (más que escindirlos o fragmentarlos) los parlamentos entre los cuatro intérpretes que llevan a escena la obra, que ofrece funciones en el Teatro Juan Ruiz de Alarcón de la unam.

Son Guillermina Campuzano, Clarissa Malheiros, Gabino Rodríguez y Gerardo Trejoluna quienes incorporan la voz del poeta de origen japonés, habitando el espacio dispuesto por Xóchitl González (atípico y asimétrico, una especie de trapecio en desnivel, que habilita una total apertura de movimientos, acaso traicionado por la dimensiones de un teatro tan grande) con fuerza y reciedumbre, y tratando de aterrizar escénicamente la propuesta dramática de Watanabe. Rivera diseña una puesta que se sirve de la fuerza del lenguaje del texto pero que a la vez, como no podía ser de otra manera, denota autonomía: la división de los diálogos no pretende asignar a cada actor un personaje, sino que ayuda a potenciar la poesía y otorga mayor significado a las múltiples acciones emprendidas por el elenco. El resultado es desnivelado, no exento de momentos intensos y emocionantes, y otros mucho menores, consecuencia acaso de la saturación de movimientos y de acciones físicas, pero también de las desigualdades del reparto (la prestancia corporal y vocal de Trejoluna y la potencia enunciativa de Campuzano frente a la intermitencia de Rodríguez y Malheiros). Es indudable que hay una absoluta apropiación de los postulados temáticos y una construcción firme de la ficción; lo que parece haberle faltado a Rivera sería una mayor confianza en la palabra, en esa que él mismo eligió llevar a escena por razones que no pueden sino compartirse.

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