La Jornada Semanal,   domingo 12 de marzo  de 2006        núm. 575
 

Leandro Arellano

El primer sinólogo de Occidente

Tras la expulsión de Nestorio, obispo de Constantinopla, en el siglo v, sus discípulos huyeron a Siria, Arabia y Palestina, pero algunos continuaron su marcha hacia el noreste, hasta alcanzar el territorio de la China actual. Según el historiador Bai Shouyi, en el año 638 los nestorianos construyeron su primer templo. Cuando Marco Polo se dirigía a China, varios siglos más tarde, encontró en el poblado de Ginchintales a un grupo de nestorianos y nuevamente, al cumplir una misión fuera de Beijin, el mercader veneciano transformado en embajador del Gran Khan, halló dos iglesias de aquella secta en la ciudad de Chingiam.

Antes que aquéllos, comerciantes de uno y otro lado del continente euroasiático habían allanado los caminos de la región acarreando, por distintos rumbos, oro, bronce, marfil, lacas, jades, plantas, seda y otros productos inmateriales como fueron las distintas corrientes espirituales. Esas travesías, en el curso de los siglos, dieron lugar al establecimiento de la legendaria "Ruta de la seda". Desde Europa, Alejandro Magno había marcado ya las huellas del camino a Oriente, en tanto que en el año 138 aC, durante la antigua dinastía Han, un alto funcionario del Imperio, Zhan Qian, incursionó hacia Occidente en misión de reconocimiento, y se cree que llegó hasta Persia.

Genghis Khan incitó contactos entre Oriente y Occidente, a los que los chinos, autosuficientes en su propia civilización, se habían mostrado reacios. A su muerte, sus descendientes continuaron alentando la circulación de bienes, personas, ideas y creencias, así como la imposición de nuevas técnicas. En 1289, bajo la dinastía Yuan, establecida por Kublai Khan, nieto de Genghis Khan, el papa Nicolás iv envió al franciscano Juan de Montecorvino a evangelizar China. Montecorvino se estableció en Beijin, de donde fue arzobispo, y realizó una encomiable labor. Sin embargo, como sólo había convertido a mongoles, sus enseñanzas se apagaron cuando terminó la dominación mongola de China.

Poco después los Polo recorrieron China. Marco fue el primer europeo en dar testimonio de ello: sus Viajes constituyeron durante siglos la mayor referencia sobre aquel mundo ignorado en Occidente. Pero igual que en el caso del arzobispo Montecorvino, a Marco Polo también le tocó convivir, sobre todo, con la clase gobernante del Gran Khan.

Al desintegrarse el imperio mongol e instaurarse la dinastía Ming, resurgió el nacionalismo y se levantó de nuevo una barrera entre Europa y el Lejano Oriente, cerrando las vías al comercio. Fue así como muchos europeos se propusieron hallar nuevas rutas de acceso a aquellas tierras lejanas y ricas. Se dice que fue la obra de Marco Polo la que atizó la imaginación de Cristóbal Colón.

A las arcas de la corona española les cabe la gloria de haber aportado los recursos para las mayores hazañas geográficas realizadas en los siglos xiv y xv. Sin embargo, fueron italianos y portugueses quienes se disputaron el honor de su consumación. Desde las postrimerías del Medioevo y hasta avanzado el Renacimiento, fueron ellos quienes se lanzaron en búsqueda de nuevos rumbos. Fue así como Colón tropezó con el Nuevo Mundo y como Fernando de Magallanes se embarcó en la primera circunnavegación del globo.

En los albores del siglo xvi, españoles y portugueses obtuvieron del papa Alejandro vi la división del mundo: a los primeros correspondió la parte occidental y a los lusitanos el derecho sobre las islas de las especias, la India y el Lejano Oriente. Así, la primera potencia colonizadora en aquella parte del mundo fue Portugal, con lo que los portugueses obtuvieron privilegios extraordinarios. Y de la misma manera que a su llegada a América, junto con los mercaderes y los conquistadores de la espada desembarcaron los conquistadores de la Cruz. Al Oriente arribaron primero franciscanos y dominicos, pero las raíces más profundas del cristianismo, la huella que permanece hasta ahora, es la sembrada por los jesuitas. La noción de que los jesuitas son misioneros ejemplares ha persistido por siglos. Durante el siglo xvi muy pocos europeos con el nivel educativo de los jesuitas estaban dispuestos a sacrificar el resto de sus vidas, y a veces su misma vida, como misioneros en regiones remotas. Su misión más importante y controvertida fue la de China.

Cuando San Francisco Xavier arribó a Goa, enclave portugués desde 1510, se alegró al hallar que la ciudad ya era cristiana gracias al trabajo de dominicos y franciscanos. Y como él estaba forjado para obras mayores, pronto abandonó la India para dirigirse a Oriente, convencido de que allá encontraría mejores frutos a su labor. En Japón permaneció dos años hasta que decidió que China lo llamaba. Murió en el Golfo de Cantón en 1552, sin haber pisado la China continental.

Alessandro Valignani, el superior jesuita en el Lejano Oriente, consideró que la xenofobia y el orgullo chinos eran tales que no había posibilidad de que permitieran a los europeos entrar en su país a menos de que les mostraran los beneficios que aportarían. Decidió entonces enviar a tres jóvenes misioneros, expertos en los más recientes avances científicos de su tiempo. El padre Mateo Ricci era uno de ellos.

Si Marco Polo fue el primer europeo en dar cuenta a Occidente de las civilizaciones del Lejano Oriente, su compatriota Ricci fue quien estableció los lazos del viejo continente con el imperio chino, a donde arribó tres siglos después del recorrido de los Polo, encabezando al grupo de jesuitas que realizó la hazaña. Contemporáneo de Cervantes, Shakespeare y Montaigne, Ricci llegó a China cuando el efluvio del Renacimiento europeo había alcanzado su mayor esplendor y la Reforma luterana se asentaba.

El padre Ricci nació en Mascerata, Italia, en 1552, el mismo año en que San Francisco Javier partió de Japón hacia China. El mayor de once hijos, Ricci ingresó al colegio jesuita a los nueve años. Tras renunciar a sus estudios de derecho en 1571, se enlistó en la orden de los seguidores de Ignacio de Loyola. En el Colegio Romano estudió matemáticas y astronomía con otro jesuita, el reputado Christopher Clavius, impulsor de la reforma gregoriana y arquitecto del calendario promulgado en 1582. También estudió la geometría euclidiana, física y el sistema astronómico de Ptolomeo. Hombre de talento práctico, demostró el mismo entendimiento al pasar al estudio de la filosofía y la teología. Poco después fue enviado a continuar sus estudios a Coimbra, Portugal, y de allí se trasladó a la misión que los jesuitas tenían en Goa, donde se ordenó sacerdote en 1580. De Goa viajó a Macao, accediendo al llamado de Valignani, y en 1583 arribó a la China continental.

Ahí el grupo de misioneros tropezó con un problema desconocido hasta entonces por la Compañía de Jesús, pues no habían predicado ante una civilización antigua como aquélla y tan avanzada culturalmente como la de los europeos, que consideraba a éstos como bárbaros. Hombre de profundas convicciones e inteligencia superior, apenas llegó a China supo que para ganarse el respeto y la confianza de la población, los sacerdotes bajo su autoridad debían codearse con la clase cultivada del Imperio. Así, a fin de tratar a los chinos a su mismo nivel, ocupó muchos años en el aprendizaje de la lengua, la filosofía, el arte y la literatura. Y gradualmente cayó en cuenta de que la situación social de los monjes era inferior a la de los literati, por lo que pidió autorización para usar el atuendo de aquellos eruditos. El equivalente al confucianismo en chino —nos dice Raymond Dawson en su biografía del filósofo chino— es ju chiao, que significa "la doctrina de los literati ". La misma medida habían adoptado San Francisco Javier y sus correligionarios en Japón, cuando tuvieron que poner a un lado la sotana y vestir con seda a fin de ser aceptados como barones sabios y respetables.

Siendo los jesuitas viajeros inveterados, recorrieron amplias zonas del país a pesar de las condiciones duras del camino. Alcanzaron puntos antes intocados y con interminable paciencia se adaptaron a la gente a quien se dispusieron enseñar. Como casi todas las órdenes religiosas, una parte importante de la misión de los jesuitas ha sido alfabetizar. Al acercarse el fin de la guerra sino-japonesa, la xenofobia decreció y Ricci pudo establecerse en Nankín. A esas alturas conocía a profundidad los hábitos y la cultura chinos y juzgó que poco aventajaría su misión apostólica si la estrategia de penetración se reducía únicamente a combatir sus costumbres y que, por el contrario, dado el carácter universal del cristianismo y su consideración de que todos los seres humanos son iguales, era indispensable respetar sus prácticas en todo lo posible. Entonces la tarea de los misioneros fue persuadir a los chinos de que ellos, los jesuitas, tomaban en serio su credo, y con ese convencimiento permitieron a sus feligreses continuar con ciertas prácticas confucianas.

Al mostrarse ante la clase letrada hablando su lengua, exhibiendo mapas y otros instrumentos astronómicos, los jesuitas fueron aceptados como hombres inteligentes y cultivados. En 1601 le fue permitido a Ricci ingresar a Beijin, donde permaneció el resto de su vida enseñando astronomía, matemáticas, geografía y otras ciencias. Su conocimiento de los más recientes descubrimientos de la astronomía y las matemáticas de su tiempo cautivaron a la clase docta china. Al comienzo de su Canto xl, Ezra Pound celebra el hecho: So the Jesuits brought in astronomy…

Las puertas se le allanaron, a él y a la Orden, cuando terminó de elaborar con técnicas cartográficas occidentales un mapa de China, y dado su carácter persuasivo, sus dotes diplomáticas y sus conocimientos, se congració con la clase gobernante de Beijin, alcanzando varias deferencias del propio Emperador. Éste lo recibió por primera vez, no obstante la oposición de los oficiales de la corte, y quedó cautivado con los regalos que Ricci llevaba consigo: un telescopio, cajas musicales, varios instrumentos científicos y relojes de cuerda, por lo que le ordenó permanecer en el palacio hasta enseñar a la servidumbre el uso de esos instrumentos. En la Residencia para Extranjeros, Ricci trabó amistad con visitantes imperiales de Asia Central, con quienes aprendió que Catay era otro nombre de China y Cambaluc de Beijin.

Tradujo al chino los primeros seis libros de los Elementos, de Euclides, así como más de veinte libros de ciencia y se convirtió en el matemático de la corte. Elaboró los primeros mapas de China que conoció Occidente y al mismo Emperador le demostró que China no era el centro de la tierra. Su prestigio entre la inteligencia china quedó afirmado y recibió el nombre de Li Ma-teu, o simplemente doctor Li.

Al introducir la trigonometría y la ciencia occidental a China, introdujo a la vez una nueva manera de pensar. Pero su profundo aprecio de los valores morales y culturales de aquella civilización le permitió también dar a conocer a China en el Viejo Mundo, pues fue el primer europeo en entender la doctrina de Confucio y en difundirla en Occidente. Tradujo al latín las Analectas, de Confucio, creo el primer sistema de latinización del chino y bautizó en latín el nombre del famoso filósofo Kung Fu-tse, Confucio. Entender a Confucio significa comenzar a entender a China.

el reconocimiento de su labor le llegó de Roma en 1604 con la independencia de su misión del Colegio de Macao. Sin embargo, sus métodos de acoplamiento a las costumbres locales levantaron oposición y rencor tanto en la orden jesuita como fuera de ella. Igual que a Marco Polo, a quien no creyeron sus lectores por mucho tiempo, también se puso en duda la eficacia del método aplicado por Ricci para propagar la fe cristiana. Sus esfuerzos por forjar una síntesis del confucianismo y el cristianismo, así como su franco rechazo al budismo y al taoísmo, lo enemistó con el clero budista y con funcionarios afectos a esas doctrinas.

Se disputa todavía cuál fue el efecto real de su labor, su saldo en la propagación del Evangelio, al empeñarse en adaptar sus enseñanzas al carácter chino, pero su consideración no alcanza al propósito de esta nota. La falla que algunos atribuyen a los logros de la empresa evangelizadora de Ricci es que su labor fue, en mucho, una obra personal. Lo cierto es que él trató a China de manera diferente porque supo desde el principio que era diferente: una antigua y elevada cultura, a la que, antes de propagar la fe, había que entender.

Los jesuitas fueron diligentes corresponsales. Sus despachos desde el terreno aportaron un tesoro histórico importantísimo de los primeros contactos europeos con pueblos alejados. Fueron, también, consumados y prudentes diplomáticos al abrir a Occidente las puertas de un imperio hasta entonces vedado a extranjeros.

Ricci vivió nueve años en la corte imperial y murió en Beijin el 11 de mayo de 1610. Las campanas de la cristiandad china doblaron a su muerte. El Emperador ordenó que se le dispensaran funerales de Estado y al cumplirse el cuarto centenario de su arribo a China, en 1983, se le rindieron algunos homenajes. El terreno para depositar sus restos fue donado por el propio Emperador. Su tumba —donde reposan también los restos de otros sesenta y dos misioneros— se encuentra en el campus de una institución de cooperación internacional en un suburbio de Beijin, y la siguen visitando miles de turistas. En el curso de los siglos la tumba fue varias veces destruida y vuelta a construir. El daño más severo lo recibió durante la convulsionada etapa de la Revolución cultural, el siglo pasado.

De acuerdo con la Enciclopedia Británica, probablemente ningún otro nombre europeo de siglos pasados es tan conocido en China como el de Li Ma-Teu. En cualquier caso, es una de las personalidades occidentales con mayor reconocimiento en China por todas sus aportaciones científicas, así como por su penetración en la lengua, la cultura, la filosofía, las religiones y el carácter chinos. Seguramente ha sido el más sobresaliente mediador cultural de todos los tiempos entre Occidente y China. Quien se asome a la historia de la Compañía de Jesús, sin duda llamará su atención la vida y la obra de este hombre de espléndida naturaleza.

El jesuita francés Henri Bernard dio a conocer hace años un libro sobre la contribución científica de Mateo Ricci a China, en el que concluye que bien podría considerársele como el iniciador científico de la China moderna. Puede que sí, puede que no. Lo cierto es que a partir de la propagación de los conocimientos científicos de los jesuitas, los letrados chinos abocados a la carrera burocrática del Imperio ya no sólo deberán demostrar su erudición sino que también estarán obligados a exhibir sus habilidades prácticas.