Usted está aquí: jueves 9 de marzo de 2006 Opinión Adela y Juana

Olga Harmony

Adela y Juana

Verónica Musalem es una dramaturga que explora temas y construcciones dramatúrgicas, a veces sin mucho éxito, como en su versión de Tu nombre no se ha escrito, a veces con aciertos como After hours, su breve texto que hubiera requerido mayor difusión, sin omitir incursionar en libretos de ópera de cámara. Adela y Juana, su obra más reciente, expone el tema de la Malinche y el embate de las fuerzas del mercado extranjero en nuestros recursos, comparándolos con la depredación que hicieran los conquistadores españoles. Ninguno de los dos enfoques es muy original y ya ha tentado a diversos teatristas, desde el ingenio de un Héctor Ortega que lo trató hace muchos años en forma de teatro carpero, hasta el texto de Víctor Hugo Rascón Banda que causó escándalo en el montaje de Johann Kresnik, pero la autora los juega a través de dos simbólicas mujeres, cruzando la acción realista con el imaginario colectivo, lo que le da un giro novedoso al asunto, además de que el momento político de nuestro país -y aun del mundo- se presta a estos recordatorios.

Adela sería la Malinche contemporánea, mientras Juana es la vieja, a la que se cree bruja, depositaria de saberes ancestrales, en la que recae la parte mítica del drama a pesar de ser dueña de una cantina. Yo objetaría en esta muy buena obra las explicaciones de la causa por la que Pablo y su esposa Claudia están en ese poblado oaxaqueño, un tanto sobradas aunque la inclusión del tema petrolero nos remita a circunstancias nacionales y mundiales, ya que la aparición última del rico depredador nos da toda la dimensión del personaje y del daño causado al poblado. Los monólogos de Juana y la actitud del indio Benito, hermano de Adela, nos dan cuenta de la resistencia de algunos al abuso del extraño y la rendición de los pocos que quedan, y la rebelión final de Claudia resta maniqueísmo al tratamiento del tema.

En una imaginativa escenografía de Atenca Chávez y Auda Caraza, consistente en cañaverales fijos en las partes delantera y trasera del escenario y pintadas en los paneles corredizos que se abren a diferentes escenarios, y que incluye un ojo de agua, el director Alejandro Velis -al que ya se le conocían dos excelentes escenificaciones- juega con los espacios, achica la cantina cuando es necesario y la agranda para delimitar los ámbitos de Juana -siempre trepada en una silla inmensa, con lo que su personaje adquiere misterio y grandiosidad- y los extraños que entran a beber, o en la espléndida escena de la borrachera de Juana y Claudia con baile, coreografiado como los otros por Evelia Kochen. Una rendija teñida de rojo, en la iluminación de Víctor Manuel Colunga nos permite ver medio cuerpo del atormentado Benito, rescatando con muy buen gusto, el suplicio mismo. Las mamparas dispuestas como cañaverales permiten ese juego de escondidas que Benito realiza para provocar a Pablo y los cañaverales abiertos son escondite de Pablo mientras observa el lascivo baño de Adela en el ojo de agua. La escenofonía de Rodolfo Sánchez Alvarado apoya en todo momento el montaje.

Si el acierto mayor de Velis es el manejo de los espacios, no le va a la zaga su dirección de actores, a excepción quizás de Tenoch Huerta a quien se siente algo rígido como Benito. Marta Aura sabe transitar del realismo de Juana, la cantinera, en escenas como la de su borrachera con Claudia, o en sus mimosos bailes del principio con Adela, a la casi mítica mujer indígena -puntual contrapunto del malinchismo- que se yergue para sufrir por su pueblo, o se llena de compasión por Claudia a la que le hace limpias, pero también le indica el camino de salida, hasta su acogedora actitud de madre tierra al final con la Adela dolorida. Junto a ella hace muy buen papel Verónica Albarrán como la nueva y apasionada Malinche, mezcla de juvenil malicia y absoluta entrega. José Carlos Rodríguez matiza en Pablo la altanería del detentador de riquezas mal habidas, su pasión por la joven indígena, su temor a las acechanzas del pueblo encarnado por Benito y su nerviosismo al saberse descubierto, para regresar, en una excelente aparición final, a su papel de magnate invicto en lo que es la mayor denuncia de la autora a la colusión política y empresarial del sistema y que se asoma en no pocos escándalos. A su vez, Celia Marcué encarna en su Claudia el tránsito de la mujer enamorada, a la traicionada que toma conciencia de lo que ha hecho su marido en esta obra de claras resonancias políticas.

 
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