Usted está aquí: martes 7 de marzo de 2006 Mundo Carta a los guantánamos

Pedro Miguel

Carta a los guantánamos

Si estás en calidad de detenido en alguno de los guantánamos sembrados por el mundo, careces de contacto con el exterior. La visualidad del planeta acaba por reducirse a las caras de tus captores y a las espaldas anaranjadas de tus compañeros presos, a los barrotes de tu jaula, a tus propias manos, casi siempre esposadas, y a la inmisericorde luz del Sol. Los sonidos se reducen a las órdenes que tu celador pronuncia en un idioma casi siempre extraño, a los que tú mismo emitas, de preferencia en volumen muy bajo, y al ronroneo de algún artefacto de seguridad. Y el misterio: ¿Qué has comido en Guantánamo? ¿Qué has palpado y olido a lo largo de estos años?

Si tuviste la desgracia de caer en ese enclave en el que estás sin ser y eres sin estar, seguramente ya perdiste la noción del tiempo. Hacia adelante no hay plazos ni expectativas de nada, y hacia atrás sólo tienes un parteaguas tajante entre tu vida anterior y esta muerte despaciosa y rala sin más clímax que los interrogatorios. Aquí hasta los procedimientos de tortura fueron concebidos para formar parte de una cotidianeidad sin contenidos. Más que acontecimientos aislados y definibles (una patada, una descarga eléctrica) son medidas continuas de dolor soportable y de incomodidad controlada: muchas horas en la misma posición corporal, muchas horas sin luz, muchas horas sin sombra, muchas horas con calor, muchas horas sin agua.

Te han quitado los asideros de las fechas y de los acontecimientos. No hay plazo para que salgas ni años o meses o semanas de condena. No hay día para el juicio porque no hay juicio; no hay cita con el abogado porque no hay abogado; no hay momento de visitas porque las visitas están prohibidas.

Te han privado de tus certidumbres de culpabilidad o de inocencia porque éstas se definen frente a una acusación específica, y tú no estás acusado de nada en particular. No hay agraviados concretos y eso te deja sin margen para el arrepentimiento. No hay enemigo claro ante el cual sostener tus convicciones. Estás aquí no porque hayas cometido una acción terrorista, no porque hayas gritado una consigna en una manifestación remota, no porque alguien se haya equivocado de sujeto, no porque un informante anónimo te detestara. Estás aquí porque una voluntad desconocida, abstracta, inmarcesible, quiere que estés aquí porque así conviene a sus intereses. Y punto.

Careces, desde luego, de cualquier referencia de normas, de leyes, de constituciones y de garantías. A tus carceleros les está permitido todo porque ninguna ley les prohíbe nada. Aquí no imperan cartas magnas ni códigos penales ni convenciones de Viena ni Declaración Universal de los Derechos Humanos. Si a alguien le apetece, puede darte un pellizco, amputarte una extremidad o arrancarte el pellejo. Pueden hacer que te tragues una navaja suiza de 50 accesorios. Pueden prohibirte que defeques durante un mes entero. Pueden optar por coserte con hilo quirúrgico las manos a las orejas y los codos a las caderas. Tú, en cambio, no tienes ninguna atribución, ningún derecho específico. No tienes derecho a nada de nada: ni a tener identidad, nombre o tiempo, ni a vivir ni a morirte, ni a rezar, a llorar, a hacer una pirueta, a dormir o a estar despierto.

Al resto de los humanos también se nos ha cercenado una parte esencial de nuestros derechos. No podemos saber tu nombre, tu número o tu ubicación en el planeta. No tenemos potestad alguna para saber qué comes o de qué te enfermas, cuántos eres: quinientos, cuatro mil o cincuenta mil guantánamos anaranjados y con el pelo cortado al rape, acuclillados en la jaula eterna, a la espera de nada. No podemos saber ni siquiera si existes o no existes, y desde luego que no podemos escribirte una carta, y menos aun acudir a saludarte o a darte un abrazo. Nos ha sido expropiada, también, la noción precisa de nuestros derechos y nuestras prohibiciones: ahora mismo, cuando escribo estas líneas, ignoro si son motivo suficiente para que alguien, en una oficina secretísima, me considere candidato a la jaula que se encuentra al lado de la tuya.

Por hoy no eres nadie y no eres casi nada: eres una pasta incierta, una excrecencia insignificante de la maquinaria que se llama "conservadurismo compasivo", el juguete en las manos de un necrófilo descerebrado que se colocó, para desdicha de todos, en el cargo más poderoso del planeta.

Procura sobrevivir a la nada en la que te han hundido. Es la condición para que un día, cuando esta pesadilla haya pasado, recuperes tu condición humana, cuentes tu historia y hagas estallar la verdad contra tus verdugos. Quedo a la espera de noticias tuyas.

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