Usted está aquí: sábado 4 de marzo de 2006 Política Educación y desarrollo

Enrique Calderón A.

Educación y desarrollo

Mucho se ha dicho sobre la importancia que la educación tiene en el desarrollo de los individuos, en lo particular, y de las sociedades en su conjunto. Con el tiempo, el peso de la educación en el desarrollo de pueblos enteros y naciones ha ido creciendo, particularmente desde el advenimiento de las sociedades posindustriales, llamadas también sociedades del conocimiento, cuya economía se basa principalmente en el sector de los servicios con alto contenido intelectual.

La importancia que cada país le ha dado a la educación en los últimos años y décadas está determinando hoy las diferencias entre los países ricos y desarrollados y los pobres y subdesarrollados; las diferencias parecen ser abismales, y lo que hoy sucede en nuestro país es un buen ejemplo de ello.

A partir de la responsabilidad que nuestra Constitución le impone al Estado, de proporcionar educación a todos los niños y jóvenes mexicanos, notables esfuerzos se realizaron durante la primera mitad del siglo XX para elevar la calidad y cobertura de la educación, empezando por la primaria. Como resultado, el país vivió un fenómeno de florecimiento en muchos aspectos y llegó a atraer la atención mundial de artistas, intelectuales, industriales y líderes de opinión; México se convirtió para muchos en una nación de grandes esperanzas.

Algunos de los gobiernos siguientes mantuvieron esta estrategia, luego de la fundación del Instituto Politécnico Nacional, diversas universidades estatales fueron puestas en operación, se establecieron los libros de texto gratuitos y se comenzaron a financiar los proyectos de investigación de las universidades por conducto del INIC y más tarde del Conacyt.

El gobierno se imponía metas educativas ambiciosas y el sector privado establecía sus propias escuelas, universidades y centros de capacitación. La educación parecía ser prioritaria para todos.

A partir de 1982, el país comenzó a dar un giro con la imposición del esquema neoliberal, que de plano choca con el modelo de país que había estado instrumentándose; para ello los nuevos gobiernos hicieron y han seguido haciendo promesas de crecimiento económico, de mejoras en la calidad de vida y de desarrollo. Los resultados no sólo no se ven por ningún lado, sino que el país se ha estancado, convirtiéndose en una fábrica gigante de pobres, de desempleados y de microempresas en crisis permanente. El sistema educativo nacional, en su sentido más amplio, no es ajeno a este proceso, aun cuando existen grupos preocupados, y ciertamente capaces de incidir positivamente en él.

En el discurso oficial, la educación parece ir bien en términos del crecimiento de la población atendida en las escuelas, de los montos de dinero dedicados a la educación e incluso en la elevación del nivel medio de escolaridad de la población adulta, que pasó de cuatro a ocho grados en los últimos 40 años. El problema está en otras partes, que tienen que ver con la orientación, con los contenidos, con la calidad y con la pertinencia de la educación.

Así, es claro que la enorme ola de violencia y de delincuencia organizada que azota al país refleja de algún modo fallas en la enseñanza de la ética y sus valores, de los aspectos de solidaridad y del bienestar colectivo. Por otra parte, las evaluaciones de nuestros estudiantes realizadas recientemente por organismos internacionales indican claramente que los niños mexicanos pueden memorizar y realizar bien actividades intelectuales de tipo mecánico y repetitivo, pero que en general no cuentan con habilidades de mayor complejidad, que les permitan analizar, sintetizar y evaluar información. En resumen, no saben pensar, y por ello difícilmente pueden ubicarse en la realización de actividades complejas, lo cual nos coloca como un país productor de mano de obra barata, destinada a la realización de procesos productivos de poco valor.

Las deficiencias del sistema educativo se manifiestan por todas partes, en la ausencia de memoria colectiva, en la declinación de nuestra identidad nacional, en el nivel de conformismo existente ante el deterioro continuo y dramático de las condiciones de vida.

No es mi intención dar la idea de que la mala educación sea el origen de nuestros problemas, por el contrario, se trata de una consecuencia de otros factores; sin embargo, su deterioro incide de muchas maneras en el escenario nacional.

En los últimos años he dedicado la mayor parte de mi tiempo al estudio del sistema educativo y al desarrollo de tecnología para mejorar la calidad y la relevancia de la educación. Los problemas y las deficiencias que he identificado son graves, pero tienen solución; discutirlos es esencial, y La Jornada es un foro especialmente orientado al tema, por el perfil de sus lectores.

Por ello me propongo dedicar mis próximos artículos al tema de la educación, esperando captar el interés de los lectores e incidir positivamente en su transformación.

 
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