Usted está aquí: sábado 25 de febrero de 2006 Estados Estalló la ira al enterarse la gente que cesaba el rescate; zarandean a varios funcionarios

Los empresarios de la minera ofrecen a parientes $750 mil pesos y becas, por si acaso

Estalló la ira al enterarse la gente que cesaba el rescate; zarandean a varios funcionarios

ALONSO URRUTIA Y LEOPOLDO RAMOS ENVIADO Y CORRESPONSAL

San Juan de Sabinas, Coah., 24 de febrero. Aunque las esperanzas se diluyen cada hora, el anuncio cayó como una virtual sentencia de muerte. Un agravio para la sensibilidad ya en el límite de quienes aún conservan la esperanza de volver a ver con vida a sus familiares atrapados en la mina Pasta de Conchos.

"Lo que les voy a decir es una decisión a la que hemos llegado", señaló con voz nerviosa Arturo Bermea, director general de la planta carbonera, cuando se plantó frente a las familias de los mineros atrapados, para darles a conocer el reporte de las actividades realizadas durante la jornada.

"No más no nos vaya a salir con que ya no los van a buscar. No nos vaya a salir con eso", le interrumpió un joven fornido.

Efectivamente, de eso se trataba el anuncio: la suspensión, por razones técnicas, de las operaciones de rescate.

Midieron la explosividad de la mina, pero no de la gente, y estalló el caos.

Ahí estaban afuera de la mina, sin el resguardo de las rejas de la planta, el secretario de Trabajo, Francisco Javier Salazar; Javier García de Quevedo, presidente de Grupo México; Arturo Bermea, director general de Industrial Minera México, y Rubén Escudero, gerente de la planta. Junto a ellos el especialista de Estados Unidos, quien apenas llegó la víspera para contribuir a las labores de rescate.

"Háganlo por humanidad, sigan buscando, sigan buscando", suplicó a gritos una mujer con el rostro descompuesto.

La ira tuvo un efecto expansivo entre quienes llevan seis días aferrados a una esperanza que se les desplomó en tan sólo unos minutos. "No sean malos. No los vayan a dejar abajo", gritó otra mujer a los empresarios y al funcionario, a quienes trataba de sujetar de las ropas para evitar que se refugiaran lejos de la indignada muchedumbre. Sigilosos guardianes de la seguridad de esa mina y agentes de la Policía Federal Preventiva (PFP) salieron al rescate de Javier Salazar.

Presurosos formaron una valla hacia la entrada de emergencia para el funcionario del gobierno federal.

A la distancia, algunos militares se asomaron por el alboroto, pero se replegaron por instrucciones superiores de no intervenir ni involucrarse en la confrontación.

En el aire, sobrevolaba el helicóptero del gobierno del estado.

Abajo, los reclamos de la gente no se contuvieron frente a la impacable repetición de tecnicismos sobre de un sofisticado monitoreo de gas en busca de mejores condiciones para reanudar el rescate.

-¿Dónde está el gobernador? ¿Por qué no está con ustedes? -gritó otra mujer.

-Al gobernador lo vamos a ver por la noche.

-Allá está arriba, porque no lo dejan bajar -reviró señalando al helicóptero.

Las respuestas bordaban sobre lo mismo, que machacaban sobre el enrarecido ambiente de la mina no consiguieron aplacar la inquietud, que pasó de los reclamos a los gritos y jaloneos. Era hora de partir y Salazar lo sabía, por eso enfiló rumbo a la mina. Dando tumbos, sorteando empujones, avanzando con dificultad hacia las rejas.

Cuando después de muchos esfuerzos logró trasponer los obstáculos, el secretario del Trabajo fue prendido de la chamarra por un enfurecido familiar, quien le reclamaba airadamente la decisión, pero un elemento de la PFP logró atajarlo de aquel hombre.

Apenas unos minutos después de que lo hiciera el funcionario, ingresaron, un poco más zarandeados por la gente, la representación patronal, virtualmente en fuga.

En franca retirada se desprenden hasta de las chamarras, a las que se aferraba la gente para impedirles la huída. A Bermea, jerarca de la empresa, no le quedó más que correr para evadir a los parientes de sus trabajadores desaparecidos.

Consumada la huida, en el lugar ya sólo quedaba la gente enardecida, un par de mujeres desmayadas y un hombre sofocado que era atendido por paramédicos.

Al pie de la reja quedaron las frustraciones y la desesperanza de la gente. A lo lejos se veía huir a los empresarios y los funcionarios que tomaron la decisión de suspender la búsqueda de los mineros.

Horas antes, las cuadrillas de rescate salían por la boca de la mina como siempre, silenciosas.

-¿Cómo van?

-Vamos -respondió un minero.

-¿Los conocías?

-A casi todos.

-¿Miedo?

-Miedo siempre hay en la mina, pero hay que darle, porque ahí están adentro.

-¿Está peligroso?

-Hay mucho gas, pero hay que seguir.

Recelo por el Ejército

Desde el mediodía, la gente ya andaba inquieta e irritada. Serían las horas, sería el presentimiento, a saber.

"Díganos, ¿quién mandó traer al Ejército a la entrada? No le parece que ya es bastante con la agonía de estar aquí esperando a que los saquen para todavía sufrir la impotencia".

Quien reclamaba era una mujer menuda, enfurecida por los controles militares impuestos desde ayer para llegar a Pasta de Conchos.

Paciente, el secretario de Seguridad Pública estatal, Fausto Destenave Kuri, asentía a cada reproche a un paso de las rejas de la mina.

Brotaron de diversas voces las inconformidades. "Se ponen muy roñosos", decía uno, "y no dejan pasar casi a nadie. Deben comprender que no nada más es la esposa, el padre o el hijo, que hay hermanos, primos, gente que quiere estar aquí", secundaba otro.

A unos metros, un par de soldados observaba impasible la escena.

Si casi desde el principio el Ejército tomó el control de las instalaciones de la mina ocho, desde ayer vigila desde la carretera, a casi un kilómetro del lugar.

Destenave Kuri respondía sin impacientarse ni modificar el tono: "No es cosa nuestra; el gobierno del estado ha buscado darles todas las facilidades, ha pedido, y lo logró, que haya un pariente directo dentro de las instalaciones. Les ha dado seguridad, tienen comida, pero el control lo tiene el gobierno federal".

No había ya casi duda: la pugna entre ambos gobiernos amenazaba con desbordarse.

La excesiva cautela federal contrastaba con la postura del gobernador Humberto Moreira, quien ayer soltó, ya sin muchos regateos, que al menos 26 mineros están muertos. Nada que se parezca al discurso público del gobierno federal, cuyo responsable, el secretario del Trabajo, mantenía la ambigua postura de que las condiciones en la mina parecían, dijo, hacer imposible la sobrevivencia, pero no implicaba que estén muertos.

El tercero en discordia, Minera México, llamó en grupos de 10 a familiares de los atrapados, para poner en la mesa la oferta económica, por si acaso: "750 mil pesos, pensión y becas", asegura Mariano Zamarrón, pariente de uno de los atrapados, que esa fue la oferta.

 
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