Usted está aquí: domingo 19 de febrero de 2006 Opinión Cuesta abajo

Rolando Cordera Campos

Cuesta abajo

Como si se tratara de un ejercicio de marxismo instantáneo pero vulgar, la semana que terminó nos arrojó las peores "señales" de la estructura para luego coronarse con el espectáculo más bochornoso de que tengamos memoria en materia de "superestructura".

El desempleo se aferra y define la vida social, mientras la informalidad se vuelve costumbre de masas que se despegan del trabajo o el estudio y se acomodan a la espera del tránsito para el otro lado. Como cascada, las cifras oficiales dan cuenta del decaimiento al parecer imparable de la industria mexicana, y la caída productiva no hace otra cosa que confirmar la pérdida de competitividad de una economía que en realidad nunca tuvo un sustento tecnológico robusto. La capacidad de estar en el mundo y ganar mercados dependió en lo fundamental del mal salario, las devaluaciones o la buena voluntad de las multinacionales, pero poco o nada del esfuerzo innovador o del acuerdo estratégico nacional con las grandes firmas que dominan el panorama global de la industria.

Pero lo grave y ominoso no esta más en el estado lamentable de la economía sino en el extravío ideológico y moral de la política y los medios. Ni el más pesimista de nuestros observadores políticos hubiera imaginado el cuadro de descomposición que hemos vivido en estos días. De una conversación telefónica grabada y filtrada a La Jornada, en la que el gobernador de Puebla y un empresario hacen gala de desprecio por el lenguaje, de los derechos humanos y de la legalidad en general, en perjuicio inmediato de la periodista Lydia Cacho pero en realidad en perjuicio del país todo, se pasa al más grotesco enfrentamiento de los últimos tiempos en la Cámara de Diputados, y a través de la radio, entre el diputado Chauyffet y el subsecretario Yunes, en el que de nuevo se emascula al lenguaje en la plaza pública, se hace de la homofobia arma política y se exhibe la degradación imparable de la política realmente existente, la que sostiene la lucha por el poder y supuestamente marca el rumbo de la República.

Mediante la vulgaridad más insólita, se confirma el cuerpo político nacional, se aleja de cualquier reflejo democrático, que supone no sólo el respeto al otro y a la legalidad existente, sino sobre todo la búsqueda permanente de una sintonía eficaz entre la trama de la política profesional y la ciudadanía supuestamente representada e interpretada por sus mandatarios.

En el centro y en el origen de la política democrática está el verbo. Sin respeto y cultivo de la palabra no hay comunicación cívica concebible. A ello están desde luego obligados los partidos y sus cuerpos dirigentes, pero también los medios de información que hacen posible la comunicación de masas, que es la savia del intercambio plural. Y ante lo ocurrido y por venir es preciso reconocer cuanto antes que la comunicación se ha rendido al morbo y despreciado la crítica, mientras la labor editorial que es siempre criba, selección y ejercicio angustioso de la responsabilidad ha hecho mutis en favor del escándalo.

Dar primera plana a la furia homofóbica, como lo hizo nuestro periódico pero no en solitario, es convertir la miseria humana en argumento político. Y eso no puede seguir ni justificarse como ejercicio de la libertad de prensa o de expresión. Seguir por esta ruta es aceptar como horizonte inmediato de nuestra democracia el despeñadero. Llegó la hora de la responsabilidad y se acabo el tiempo del abuso de la libertad mal entendida. Lo que está en juego es la salud de la democracia. Lo poco que nos ha dejado esta temporada infausta de cambio sin rumbo.

Dar carta de naturalización a la injuria como herramienta de la lucha política es abrir la puerta a la violencia. Una vez que ésta se instale entre nosotros no habrá deslinde de responsabilidades que sirva. Todo será cuesta abajo, sin modo de detenernos. Estamos a tiempo, pero no sobran las horas.

 
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