Usted está aquí: miércoles 15 de febrero de 2006 Opinión El fundamentalismo y Abascal

Carlos Martínez García

El fundamentalismo y Abascal

Pretendió ser mordaz, o tal vez quiso tomar revancha de la atinada crítica que le hizo Carlos Monsiváis, pero lo cierto es que el secretario de Gobernación, Carlos Abascal, usó un término que para nada se le puede adjudicar al escritor y con ello evidenció, además de intolerancia disfrazada, un desconocimiento de los conceptos que endilga por aquí y acullá.

La brillante defensa que hizo Monsiváis del laicismo, la sana y necesaria separación iglesias-Estado, en su discurso al recibir el pasado 31 de enero el Premio Nacional de Literatura y Lingüística, solamente mereció de Abascal una mención: la de que respetaba a los fundamentalistas que lo acusaban de ser fundamentalista. Para nada hizo referencia al señalamiento directo de Monsiváis: que el funcionario confunde su papel de servidor público con el de predicador religioso. Y lo hace desde una militancia de fe muy específica, la del catolicismo conservador que todavía sostiene una batalla enconada contra Juárez y el liberalismo mexicano del siglo XIX, que limitó los dominios de la Iglesia católica.

La gesta juarista representa la base sobre la que se construyó la descolonización del país y es elemento central en la conformación del Estado mexicano moderno. El secretario de Gobernación es enemigo de esos cimientos y lo ha dejado claramente establecido a lo largo de su vida.

Sobre el uso del término fundamentalismo es necesario hacer algunas aclaraciones a Carlos Abascal.

El concepto viene de principios del siglo XX y hace referencia a la respuesta que en el seno del protestantismo estadunidense se dio al liberalismo teológico, sobre todo al llamado evangelio social. Este último, sin negar las creencias distintivas del evangelicalismo (a saber: salvación solamente por la obra redentora de Cristo, autoridad de la Biblia en asuntos de fe y conducta, conversión personal y necesidad de la evangelización), criticaba el escapismo de las cuestiones terrenales y el individualismo que producía un protestantismo que solamente subrayaba las dimensiones espirituales y relegaba el compromiso por transformar a la sociedad en un lugar más justo para todos.

Frente a lo que consideraba un ataque a las verdades centrales del cristianismo, un grupo de personas e instituciones protestantes conservadoras publicó entre 1910 y 1915 una serie titulada The Fundamentals, consistente en 12 libritos que tuvieron amplia difusión y marcaron una corriente de pensamiento dentro del amplio mundo protestante estadunidense. Este esfuerzo por defender la fe cristiana de los embates de la modernidad tuvo su antecedente en la Conferencia de Niagara Falls, 1895, donde se establecieron cinco puntos fundamentales: la inerrancia de la Biblia, el nacimiento virginal de Jesús, su muerte en sustitución y en pago por el pecado de los seres humanos, su resurrección física y su inminente regreso. Con el tiempo el punto que singularizó a los fundamentalistas fue su defensa de las escrituras, las que consideraban inerrantes, es decir, su absoluta veracidad, libres de error, no solamente en cuestiones de fe y doctrina, sino igualmente en temas de historia y ciencia.

Por su origen histórico, el fundamentalismo es, como bien considera Umberto Eco, "un proceso hermenéutico ligado a la interpretación de un libro sagrado". Pero la actitud precedió al concepto que terminó por describirla, porque es claro que mucho antes de principios del siglo XX hubo interpretaciones fundamentalistas tanto en el cristianismo como en el islamismo y el judaísmo. De la misma manera no todo fundamentalismo es religioso: tenemos el caso del marxismo soviético, y de otras vertientes, que impuso una sola interpretación de los textos escritos por Carlos Marx.

Por otra parte, si en su sentido riguroso el fundamentalismo hace referencia a una escuela hermenéutica dentro del protestantismo conservador estadunidense, hoy su uso correcto puede hacerse extensivo a toda pretensión religiosa, y política, que tiene aspiraciones totalizadoras y considera a los otros enfoques heréticos y enemigos declarados de la verdad.

Carlos Abascal -él mismo lo ha reconocido en su corta respuesta a Carlos Monsiváis- es un fundamentalista. Pero si queremos ser más precisos, lo debemos considerar un tradicionalista. De nueva cuenta es Umberto Eco quien nos recuerda que "el equivalente católico del fundamentalismo protestante se halla más bien en el tradicionalismo". Este se opone a los intentos de poner la Iglesia católica al día, como intentó el Concilio Vaticano II, y es partidario de un estricto respeto a todo lo que emana de la jerarquía, con el Papa en turno a la cabeza. Para el tradicionalismo es necesario regresar a épocas anteriores a la modernidad, cuando la Iglesia de Roma dominaba y gobernaba todos los espacios de las sociedades en las que reinaba sin adversarios de consideración al frente. A un tradicionalista como Abascal le molesta profundamente la diversificación de la sociedad; más bien busca contener, aunque su aspiración profunda es revertir, la pluralidad de creencias y valorativas de la ciudadanía. De ello dejan constancia sus discursos como secretario del Trabajo y ahora como encargado de la política interna del país.

Como en todo, hay de fundamentalistas a fundamentalistas, y Carlos Abascal es de los de perfil militante, que ansían generalizar al conjunto de la sociedad sus particulares convicciones religiosas. A lo cual tiene derecho siempre y cuando lo haga como lo hacen integrantes de distintas confesiones: desde sus propios espacios y con sus propios recursos. Pero no desde las instancias gubernamentales, haciendo un uso ventajoso para su propia confesión, la católica, y en detrimento del Estado laico que es garantía de libertades para creyentes y no creyentes. Fundamentalistas son en el sentido primero del término, por ejemplo, los amish y los testigos de Jehová (porque se ciñen estrictamente a lo que entienden que prescriben sus Escrituras Sagradas), pero repelen estrictamente la tentación de usar los aparatos del Estado para convertir o adoctrinar a las personas. Quien sí considera instrumento al Estado para expandir, y hasta imponer, sus convicciones religiosas es un integrista. El integrismo desconoce fronteras o separación entre la Iglesia (la suya, por supuesto) y el Estado; en su visión hay, más bien, subordinación de lo estatal hacia los designios de la cúpula eclesiástica.

En el bicentenario del natalicio de Benito Juárez se hace indispensable revalorar el significado del laicismo. Pero no nada más como un ejercicio de memoria, sino también como un legado que es necesario afianzar ante los embates de quienes, como Abascal, anhelan vulnerar una conquista civilizatoria y democrática que se arrancó a los predecesores del secretario de Gobernación en el siglo XIX.

 
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