Usted está aquí: martes 14 de febrero de 2006 Opinión El informe Katrina

Pedro Miguel

El informe Katrina

Todas las autoridades fallaron. El alcalde de Nueva Orleáns, Ray Nagin, y la gobernadora de Luisiana, Kathleen Blanco, tomaron de manera tardía la decisión de evacuar la urbe; la Agencia Federal de Administración de Emergencias (FEMA, por sus siglas en inglés) no contaba con personal entrenado y con experiencia, empezando por su entonces jefe, Michael Brown, criador de caballos y despreocupado idiota, según lo definió Maureen Dowd, en el New York Times; los mandos militares que manejaron el despliegue de las fuerzas armadas en la región afectada por Katrina resultaron incapaces de coordinar sus acciones con las autoridades federales, estatales y locales; el secretario de Seguridad Nacional, Michael Chertoff, no se dio cuenta a tiempo de que la inundación de la ciudad era un desastre nacional; la Casa Blanca de George W. Bush respondió a la coyuntura de manera errática y desinformada. Esas y otras cosas se concluyen en las más de 600 páginas del informe preliminar dado a conocer ayer por la comisión especial del Senado que investiga la actuación de las instituciones estadunidenses ante la emergencia de agosto pasado en las costas del norte del Golfo de México.

Por lerdo que sea, Michael Brown dio en el clavo cuando, para diluir sus propias responsabilidades, subrayó las de su tocayo Chertoff, y arguyó que el gobierno habría actuado con mayor eficiencia si los diques de Nueva Orleáns hubieran sido volados por terroristas. Hace cinco años y medio que Bush dice que la razón de ser de su gobierno consiste en impedir que ocurra algo parecido al 11 de septiembre. Desde ese punto de vista hay que reconocer que, desde entonces, no se han registrado ataques de esa escala contra bienes e intereses estadunidenses, con excepción, claro, de las guerras que el mismo Bush lanzó en Medio Oriente y Asia Central, y que ya le van costando al país vecino dos tercios de las muertes producidas por los avionazos, un número mucho mayor de heridos y una factura monetaria abrumadoramente superior a los destrozos que causaron los iluminados de Alá. Pero el concepto de seguridad formulado por los bushistas se reduce a cuidar a los ciudadanos del terrorismo; que se cuiden solos y como puedan de las catástrofes naturales. El darwinismo social estipula que el gobierno está para atender asuntos más importantes que unos pocos miles de negros ahogados.

A mediados del mes pasado el alcalde Nagin -un negro que se salvó de ahogarse- se fue de la boca: "Dios está molesto con nosotros -dijo, en un acto conmemorativo del nacimiento de Martin Luther King-; nos envió huracán, tras huracán, tras huracán; seguramente no aprueba que estemos en Irak bajo premisas falsas". Unos días más tarde se vio obligado a disculparse y censuró sus propias expresiones como "totalmente inapropiadas".

Pero podría ser que Nagin no hubiera estado tan equivocado. Bush dice que habla directamente con Dios y acata Sus directivas. La orden del envío de tropas a Afganistán y a Irak llegó en un memorándum celestial. Quién es George W. para desacatar tales instrucciones o para oponerse a la masiva muerte del pobrerío. La barbarie del 11 de septiembre fue una maquinación de Bin Laden, y a cuatro años y medio de los hechos la cacería de este hombre sigue su curso. El Katrina, en cambio -dice Nagin, y posiblemente Bush lo da por hecho-, fue impulsado por un soplo divino hacia los desvencijados diques de Nueva Orleáns. El presidente ha de reconfortarse pensando que él no está tan loco como para intentar echarle el guante al Altísimo, y que además la NASA, después de sucesivos recortes presupuestales, no está preparada para una misión de tal envergadura.

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