Usted está aquí: sábado 11 de febrero de 2006 Opinión Juan Soriano

Elena Poniatowska

Juan Soriano

Ampliar la imagen Juan Soriano y Marek Keller en la galería Juan Martín, en 1973 Foto: Rogelio Cuéllar

Juan, tu qué pintaste niños muertos ahora eres el muerto y eres tan niño a los 85 años como todos esos difuntitos que Jesús Reyes Ferreira te obligaba a pintar en Guadalajara, porque habías encontrado una fórmula. Te rebelaste contra la academia y contra la tutela de Chucho Reyes. ''Ya no más".

''Mis esfuerzos por ser pintor los pagué yo" y con ése carácter indomable pintaste tus primeros autorretratos con tu hermana Martha y niños encueraditos y niñas de moños en la cabeza, así como tus amigos en 1935, cuando viniste a México de Guadalajara: Rafael Solana, Xavier Villaurrutia, Gabriel Orendáin, Carlos Pellicer, Isabela Corona, Lola Alvarez Bravo, Lupe Marín, Elena Garro. Te lamentabas de que Octavio Paz, a quien profesaste una verdadera devoción, ''no te salía".

Más tarde, ya entrado en años, pintaste tus grandes amores desnudos como Dios los trajo al mundo, Diego de Mesa y Marek Keller. Siempre regresaste al lugar de tu nacimiento, aunque Guadalajara oliera a zapatos. Escribiste: ''Nada ha podido, en el curso de mi existencia, agotar el núcleo de mi infancia, bodega cintilante de luz y de ciegos, oscuros, incomprensibles misterios".

Naciste un 18 de agosto de 1920 en Guadalajara y llevabas el signo de la libertad impreso en la frente. También el de la obsesión. Una de tus grandes obsesiones fue Lupe Marín, a quién retrataste 17 veces, alta, gritona como el alto grito amarillo de Octavio Paz. Sus manos expresivas de dedos interminables te impresionaron, las dislocastes, las volviste hueso y esencia, las hiciste parte de tu muerte como esos esqueletos floreados y luminosos que pintaste a lo largo de tu vida, las calaveras que abrían la puerta de tu casa en París o la de tu ventana en México y te hacían visitas amarillas y azules para advertirte que sólo estamos aquí de paso y que pronto vendrían por ti. Mientras tanto las pintabas con mexicana confianza, como te lo enseñaron dos mujeres excepcionales: Elena Croce y María Zambrano, cuyo aliento te acompañó siempre.

Llegaste a la ciudad de México en 1935 con una camisa azul de lunares blancos, unos pantalones, un libro de Gogol y un alebrije de Tlaquepaque a vivir en un cuarto de azotea. Nadie te conocía, salvo María Izquierdo, José Chávez Morado y Lola Alvarez Bravo, que en Guadalajara te alentaron a venir a la ciudad de México. Tú empezaste una formidable carrera que te hizo pintar y esculpir y amar y tener amigos y emborracharte y hacer reír y llorar como en las telenovelas. Expusiste en los grandes museos que ahora tienen obra tuya y obtuviste premios en el mundo entero; los reyes de España, los de Holanda, los de Bélgica llegaban a tu casa y si no te encontraban regresaban al día siguiente a estrechar tu mano; los ministros llamaban a Marek para tener el privilegio de exponer tu obra. ¡Hasta China fuiste a dar y eso que no querías! A los mexicanos les bajaste el Sol y la Luna y, a ésta, la acomodaste en las rodillas del Auditorio Nacional y ahora los niños dicen al pasar: ''Mira, La Luna de Juan Soriano".

Juan, fuiste valiente, nunca pudiste soltar un cuadro hasta que no quedara como tú querías, volvías a él, ansioso, obsesivo, tus ojos de sulfato de cobre se ponían rojos : ''No estoy satisfecho, voy a hacerlo de nuevo". Pero también te burlabas de ti mismo con todo el talento y la mordacidad de los escépticos, como también te burlabas de los demás, luego te dabas la media vuelta y te ibas volando. Tus alas de papel de china te sostuvieron durante 85 años y te hicieron sobrevolar pantanos, terremotos, abyecciones, excesos, desgracias naturales y horrores provocados, hasta señoras muy peinadas y de uñas pintadas que querían su retrato de caos y de limo. Cumpliste ritualmente porque el mundo era para ti, como para todos nosotros, un grand guignol o como dice la canción, la ruleta en la que apostamos todos.

¿Quieres recordarte ahora como fuiste hasta el día en que te llevaron al cuarto 407 del Instituto Nacional de la Nutrición hace 16 días? ¿Quieres conocer a alguien leal a sí mismo? Ve a la calle de Amsterdam y toca el timbre del número 70. Toca con insistencia porque puedes tardarte un rato en abrirte a ti mismo. Allí, con un libro bajo el brazo y movimientos extraordinariamente jóvenes, te abrirá un hombre leve, que dice palabras como papelitos de colores. Seguramente él, con pinceladas diestras, te meterá a su lienzo. Ten cuidado porque corres el riesgo de ahogarte entre el amarillo y el ocre, el azul que se cae de morado, como decía Carlos Pellicer, mientras que él otro Juan te sonreirá con sus grandes dientes de caballo, extenderá sus alas de papel de china y escapará por la ventana hasta llegar a la avenida Insurgentes. Entonces escucharás gritos que salen de muchas bocas de hombres y mujeres, niños y perros, gatos y canarios, que abren su ventana en la colonia Condesa y dicen casi al unísono: ''¡Viva Juan Soriano!, ¡Viva el color! ¡Viva la vida! ¡Viva la muerte chiquita!''

 
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