Usted está aquí: viernes 3 de febrero de 2006 Opinión El sordo humanista

José Cueli

El sordo humanista

La monumental obra de Francisco de Goya deslumbra y conmueve hasta nuestros días (y seguramente continuará haciéndolo) porque refleja, de manera magistral, la verdadera esencia de los seres humanos.

Goya es, a decir de Malraux, (citado por Lanceros), ''el pintor con el que da comienzo la modernidad, asume y expone la ambivalencia, la complejidad y el trauma de lo moderno (...) Ningún otro pintor asume como Goya la tensión, la contradicción, la lucha".

La ambivalencia en Goya expresada en su obra parece tener vida propia. Más allá y más acá del lienzo hay una esencia vital que habla del mundo interno que parece susurrarnos al oído la sustancia primigenia. Nos habla de esa ambivalencia característica de todos los vínculos humanos cargados por los afectos de amor y odio. Afectos fundamentales y fundantes presentes desde el origen (si es que hay tal) dirigidos hacia el objeto primario de amor cuya primera huella (según Freud) se pierde irremisiblemente. Esta pérdida es herida que nunca cicatriza y es lo que justamente hace que el hombre emprenda y se perpetúe en una búsqueda permanente de aquello que se perdió. Dichas pérdida condiciona que el aparato síquico, de fondo, se estructure con una buena dosis de melancolía.

En este punto cabe enlazar con unas interesantes y acertadas reflexiones de Lanceros en torno de Goya, partiendo de sus autorretratos: ''Otros pintores mostraron en los autorretratos su capacidad para mirar y atrapar el entorno (Durero, Velázquez) o para dejarse impresionar y sobrecoger con él (Van Gogh). Sólo Goya se pinta en esa actitud ambigua de observar el mundo observándose a sí mismo; sólo Goya enuncia en sus autorretratos el imprescindible proceso subjetivo de la percepción". Para Lanceros, la mirada en los autorretratos de Goya evidencia la tensión entre la conciencia y el inconsciente, entre la vigilia y el sueño.

La pintura de Goya es espejo de doble faz: mira al mundo y se mira en él. Y logra hacerlo sin concesiones. Inmisericorde asume la herida trágica que atraviesa al hombre y compendia, en excepcionales lienzos, la verdad sin ambages como lo hizo Freud al hablar de la pulsión de muerte o como lo vislumbra Heidegger al hablar del ser para la muerte. Goya conoce, y no se engaña, esa parte negra que a todos nos habita. En palabras de Lanceros: ''La mirada de Goya no es dominante ni sometida, no se extrovierte completamente hacia el mundo ni se encierra en un solipsismo del que habría de brotar una realidad interior y plena de sueños, esperanzas y deseos. Es mirada trágica y agónica. Es mirada que capta la contradicción en el propio hombre, en el mundo circundante y en el entre que vincula a ambos (...) Mirada que brilla sin ira ni consuelo entre el día y la noche, entre la vida y la muerte".

A partir de 1792, Goya pierde la audición y queda sumido en un silencio exterior en el cual sólo depende de su acuciosa y penetrante mirada para lidiar con lo que mira en el entorno y con lo que mira en su mundo interior. Su alma se agita entre las monstruosidades y atrocidades que el hombre comete contra sus semejantes y sus propios fantasmas internos. Aparecen en sus lienzos seres deformados, desesperados al borde la muerte y la locura. Bajo la égida de ese silencio enloquecedor brota la genialidad y su pintura da paso al expresionismo de su última etapa. Aparecen los desastres, los caprichos y los disparates y entre tanto dolor nos pone, con magistrales grabados, frente a la contradicción y la guerra.

El gran legado de Goya a la humanidad no es sólo su obra pictórica, sino la lección humanista que nos brinda al denunciar (lo que bien señala Lanceros) el radical trágico que se insinúa como única verdad universal y necesaria, que sortea cualquier intento de racionalización u ordenamiento. Guerra, desastres, caprichos y dislates caracterizaron el siglo XX y el que comienza no pinta mejor.

 
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