Usted está aquí: jueves 2 de febrero de 2006 Gastronomía ANTROBIOTICA

ANTROBIOTICA

Alonso Ruvalcaba

Montmartre, 1908

Ampliar la imagen Retrato de una mujer, de Rousseau, comprado en cinco francos por Picasso

UNO. EL SIGLO XX le dio la bienvenida culinaria al "modernismo" pictórico (ni pex: por ahora aceptemos llamarlo así, aunque sepamos que el modernismo de veras es el vago, lejano, brumoso país de Darío, Lugones, el gran Gutiérrez Nájera y los otros jefes) en 1908, en el estudio de Picasso, una cosa gigante, madreadísima y desmadrosa ubicada entre la panda circulante de las calles de Montmartre: las putas, les doulos, los pintores, les flambeurs, les flâneurs, las mocosas dispuestas a lo que fuera, los escritores metidos a brujos (o viceversa), los fantasmas eróticos y los gendarmitos calenturientos, todos deliciosamente olorosos a mil cigarros y a chela de brasserie y a café interminable y a vino hiperbarato y a dientes negros y negras lenguas. En el piso destartalado se celebraba una casualidad imposible: Picasso se había encontrado en una tienda de tiliches el Retrato de una mujer (el de 1895) de Rousseau y lo había comprado ¡en cinco francos!, fingiendo que no se daba cuenta de lo que hacía, silbando al aire acaso para no alertar al dependiente... Invitaron a 30 amigos, entre ellos Gertrude y Leo Stein, Alice B. Toklas, el inevitable Braque, con quien Picasso estaba más o menos inventando la pintura del futuro; su fan Apollinaire, el crítico André Salmon; improvisaron mesas con tablones, colgaron linternas chinas de las vigas, decoraron las paredes con las máscaras africanas que Picasso y Braque adoraban -dejaron las pinturas en el suelo, en los rincones, como verticales mazos de cartas-, al Retrato, centro del reventón, le pusieron unas banderitas y unas coronitas de flores. Llegó Rousseau, que fácil hubiera pasado por abuelo de aquel grupo policromo, pero para él era una fiesta sorpresa. Pidieron algunos platillos a domicilio pero les quedaron mal; la novia de Picasso, Fernande Olivier, preparó riz à la valencienne.

DOS. EL ARROZ de Fernande iba así, aproximadamente (esta versión no es para 30 personas sino para unas seis u ocho, según el hambre): primero lavó bien medio kilo de almejas en sus conchas para quitarles la arena; las cocinó en un poco de agua hirviendo durante unos tres minutos; las retiró y apartó el líquido de cocción; sazonó un pollo grande cortado en piezas de paella con dos cucharadas de jugo de limón, sal y pimienta, lo doró por todos lados en una paella (una curiosidad que ha ido olvidándose: el plato le da el nombre al platillo, no al revés: paella -pariente del francés poêle: sartén- es ese recipiente redondo, amplio y chaparrito); le agregó 200 gramos de rodajas de calamares y los salteó unos tres minutos. Los retiró de la sartén junto con el pollo, y ahí sofrió a fuego medio, durante cinco minutos, 100 gramos de ejotes, dos pimientos, uno verde y otro rojo, y un jitomate (no a todos les gustaba el jitomate, pero a ella no le importó); después devolvió pollo y calamares a la sartén. Al jugo aquel de las almejas le agregó caldo de pollo caliente hasta que tuvo tres tazas y media; lo añadió a la paella, lo sazonó con tantito azafrán, sal y pimienta; lo puso a hervir y le sumó dos tazas de arroz y medio kilo de camarones. Revolvió cuidadosamente, llevó a un nuevo hervor y cocinó durante cinco minutos. Luego bajó el fuego a medio, el estudio lleno de un calor que hacía sudar al pobre Apollinaire y lo dejó unos 20 minutos más. Unos minutos antes de servir lo que al final iba a ser el único plato de la noche, le agregó 150 gramos de chícharos; cuando agarraron un color verde brillante colocó encima de todo las almejas; lo cubrió para que el humo apergollara y lo llevó en medio de aquella larga lista de borrachos

TRES. MARIE LAURENCIN , la pintora, había chupado tanto en el Fauvet, un barecito donde se encontraron antes por tragos aperitivos, que los Stein tuvieron que cargarla por esas crepusculares calles empinadas hasta el estudio. Cuando llegó, se cayó sobre la charola de las tartaletas. Un güey que siempre andaba en el Lapin Agile (el cabaret sigue anunciándose así: au coin de la rue Saint Vincent et de la rue des Saules, situé sur la pente nord de la butte Montmartre) llevó un burro a la fiesta, y el burro no pudo resistir la tentación de comerse el sombrero de flores de la Toklas; los vecinos, atraídos por el desmadre, se colaban y comían arroz con la mano o con tantito pan; André Salmon armó la madriza. Al final, en la madrugada, llorando con una alegría de viejito, conmovido de que aquella bola de orates lo apreciara tanto, Rousseau se puso a tocar el violín. Luego se quedó dormido debajo de una linterna, que le escurrió cera en la cabeza hasta formarle un montículo. Los que seguían despiertos no pudieron decidir si les parecía un pequeño edificio o una cúpula de iglesia.

http://antrobiotics.blogspot.com y [email protected]

 
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