La Jornada Semanal,   domingo 29 de enero  de 2006        núm. 569
 

Del olvido al no me acuerdo

Marco Antonio Campos

"Hay una leyenda y una aura mágica", dice Juan José Arreola sobre Juan Rulfo al principio del documental que realizó el hijo del escritor, Juan Carlos Rulfo (Del olvido al no me acuerdo). Tiene razón. La leyenda de Rulfo ha hecho que se hayan hablado y escrito miles de interpretaciones de su obra y su persona y miles que aún habrán de hacerse.

En el documental, de poco más de una hora, hay un juego múltiple de planos, y aparecen como protagonistas, entre otros, la viuda de Rulfo (Clara Aparicio Reyes), un escritor (Juan José Arreola), un poeta (Jaime Sabines), el cronista de la localidad, un puñado de ancianos del pueblo de San Gabriel, y como fon-do, en varios momentos, la voz del propio Rulfo leyendo páginas de su obra, en especial el cuento "Luvina". Un logro del cineasta es que el personaje fundamental nunca aparece en escena pero todo el tiempo se sabe que está allí.

Uno de los hábitos de conducta que caracterizaban a Rulfo (lo han dicho todos aquellos que verdaderamente lo trataron), era la suplantación de la realidad. Se sabe que, sobre la creación de sus personajes o sitios o significación de pasajes de sus narraciones, decía una cosa un día y la cambiaba al día siguiente. "Pero si usted me dijo ayer esto, don Juan." "No, yo no pude habérselo dicho", contestaba con mirada y voz cazurras. Nadie ha contado con más gracia ese juego de mentiras que se decían entre los dos, como Arreola en páginas de su entrevista con Fernando del Paso. Pero a veces Arreola se tragó alguna. Por ejemplo aquí, en una escena del documental, se detiene en una esquina del pequeño pueblo de Apulco y trata de fijar la vez que Rulfo le ubicó el lugar donde nació. "Yo nací en esa barranca que tú conoces", le dijo Rulfo. Podía Arreola seguir dudando si le señaló hacia un lado o a otro, porque Rulfo, según consta en su acta de nacimiento, nació en Sayula, donde el padre se refugiaba de la ira del villista Pedro Zamora, quien lo tenía sentenciado a muerte por querer madrugarlo. A Arreola Rulfo le decía (lo creímos medio mundo por mucho tiempo) que había nacido el mismo año que él, es decir, 1918. Nació un año antes: el 16 de mayo de 1917. Arreola, con esa astucia de caridad que tenía, deja caer una frase deliciosa en un momento del documental: "Me gusta creer todo lo que él dijo."

Si algo busca el documental de Juan Carlos es, antes de que el olvido borre todo, tratar de recobrar en imágenes visuales y auditivas momentos de la vida de Juan Rulfo en su natal Jalisco cuando la celebridad no tocaba aún a la puerta, o para ser más precisos dentro del estado, del pueblo de San Gabriel, el cual consideraba el terruño, de los paisajes de los Bajos jaliscienses, de Apulco, donde estuvo la hacienda familiar de los Pérez-Rulfo, de Tonaya y San Pedro Toxín, y desde luego de Guadalajara, la ciudad donde, ya huérfano, Rulfo estudió en el Colegio Luis Silva (1927-1932) y en el Seminario Conciliar (1932-1934), y donde nació su esposa Clara Aparicio en 1929 y se casó con ella en la iglesia de El Carmen el 24 de abril de 1948.

Juan Carlos entrevista a los ancianos buscando ante todo que recuerden del tiempo antiguo, de ese tiempo cuando, dice alguno, "como que era de uno la vida". Si nos atenemos a lo escrito por Alberto Vital las entrevistas de Juan Carlos con los viejos del pueblo se dieron en 1988 y 1992 (Noticias de Juan Rulfo). A su manera, como Juan Preciado a la busca de Pedro Páramo, Juan Carlos realiza su Telemaquia, pero aquél va a exigir lo que fue suyo sin saber que su padre ha muerto, y el otro va a tratar de saber un poco más quién fue su padre y cuál era el entorno que trazó mágicamente en sus libros. Pero ninguno de esos ancianos entrevistados recuerda con precisión a Juan Rulfo; a lo más alguno llega a decir que se la pasaba en su cuarto porque le gustaba "el estudio" y otro que "era joven".

Hay ancianas y ancianos que en el documental cantan lo mejor que pueden canciones de un tiempo que ya era entonces niebla, pero por esas canciones sabemos que eran las que oían cuando eran jóvenes. Esos viejos ya están en el momento —hay una escena magnífica que lo muestra— cuando deben elegirse el ataúd. No en vano uno dice que cada día que pasa se va dando un paso a la sepultura.

Juan Carlos Rulfo hace caminar a su madre, Clara Aparicio, por los lugares del centro de Guadalajara donde conoció y habló por primera vez y y se encontraba con su padre, un centro de ciudad que, como pocos en el país, ha sido modificado sustancialmente, claro, para mal, con el ir de los años. Esos sitios eran la nevería Nápoles, donde el joven Rulfo pagaba la cuenta de la adolescente de trece años y de sus amigas, la academia Treviño Martínez donde Clara estudió, la casa de Clara en calle Kunhardt, la esquina donde Rulfo se le presentó y le dio un libro dedicado, la iglesia de El Carmen donde tuvo lugar el matrimonio. Al ir caminando, Clara de pronto no se ubica bien, se le viene encima el paso del tiempo, la desconciertan los cambios urbanísticos, y exclama que no se acuerda bien, que han pasado desde entonces cuarenta años... En la penúltima escena del documental, Clara entra a El Carmen y recuerda un sueño: Juan y ella entran a la iglesia para casarse otra vez. Están frente al altar. Clara se vuelve hacia él y se da cuenta que no tiene rostro ni lleva zapatos. Lo ve de nuevo y pasa lo mismo. Se queda angustiada. Pasado el tiempo, habla con una amiga que le interpreta el sueño: "Con el que te casaste no existió. No te casaste con nadie." Pudo ser un pasaje de horror magnífico de Pedro Páramo.

La parte más poética del documental, nos parece, la parte donde más se hermanan artísticamente padre e hijo, son los instantes paisajísticos, que buscan ser los que describió Rulfo en sus narraciones: cielos azules y crepusculares, cielos nubosos y estrellados, montañas sucesivas y vistas donde las montañas se tocan con las nubes y el cielo, cerros azules y cerros negros, sembradíos geométricos y tierras cuarteadas por la resequedad, el viento llevándose las nubes y el viento sobre las filas de árboles, mezquites casi pelados y cactus erizados contra el cielo, los pájaros que sólo se oyen y allá... Si Juan Rulfo hace hablar en Pedro Páramo a hombres y mujeres desde el orbe de los muertos o desde el fondo del infierno, Juan Carlos Rulfo los hace hablar a un paso de la sepultura.

Uno de los ancianos, que cree haber entablado un duelo con el diablo, di-ce en la escena final, que no existe otro mundo como éste. Y agrega desarticulada pero bellamente, dejándonos caer a gotas en el oído el veneno de la melancolía: "Dicen que hay otro pero no
lo creo. No se cansa uno de vivir. (Pero) no hay otra vida que sea tan bonita como la primera que es este mundo."

"El genio se parece a todo el mundo, y nadie se parece a él", dijo inolvidablemente Balzac. A lo largo del siglo xx hubieron narradores mexicanos de gran o extraordinario talento; el genio lo tuvo Rulfo.