Ojarasca 105 enero 2006


Cuento tseltal

La lucha está ganada

Marceal Méndez Pérez


Muerte de un minero tras treinta años de trabajo, Cerro Rico,Bolivia
Fotos: Tomás Abella

"Si dejamos Bachajón fue por esta tierra. Así lo quiso Dios. Aquí está nuestro destino, donde se une el agua fría del Pajwuchil y el agua tibia del río Grande. Ya no podrán quitarnos estas tierras, la lucha está ganada. Aquel kaxlan ya no volverá, aunque regresara con el gobernador no le sería fácil corrernos. Nos quería mandar allá, al cerro K'ajk'em wits; pero allí no crecen bien las cosas, sobre el polvo de las piedras no enraiza el maíz ni el frijol, solamente zacates y algunas verduras, nada más. Por eso quiso convencernos a la fuerza para que nos fuéramos hasta allá, lejos; que abandonáramos este regalo de Dios: la tierra humedecida por arroyos, con su vegetación espesa que la decora con flores y cantos de pájaros. Su gran mentira no se escondió. Primero dijo en la asamblea que era orden del gobierno acaparar esta llanada. Varios días después, quería quedarse y pagar nuestra jornada para llevarse la cosecha a otra parte. Así supimos lo que había en su corazón. Entonces, yo convencí a la gente de que no convenía, que era un engaño. Él enrojeció de coraje, y frunciendo el ceño se alejó galopando de la pequeña plaza. Y de veras no conviene, hijo, lo debes de entender..."

­¡Petul! ¡Despierta, Petul!

Mi padre se sobresalta de la hamaca. Su mirada temerosa se clava en mis ojos y me inmoviliza en el asiento junto al fuego, donde escucho sus consejos.

­¡Petul! ¡Abre tu puerta, Petul!

La luz débil de una vela sobre la mesa palidece más su rostro. Voltea hacia el rincón donde mi madre enferma yace encobijada en un petate; se acerca indeciso a la puerta y aparta lentamente las tablas de corcho.

­¡Teófilo! ¿Qué te trae aquí tan temprano? ¿Por qué tiemblas, Teófilo?

­¡Hay varios hombres en la orilla del pueblo, allá por la laguna! También está el kaxlan, el que quería quitarnos la tierra, ¿qué vamos a hacer?

Mi padre se calza los huaraches viejos y dobla su pantalón de manta hasta las rodillas; descuelga su machete del gancho junto a la puerta. Fija su angustiosa mirada sobre mi madre, se amarra la funda a la cintura y sale sin hablar. Descuelgo también el mío, y después de ponerme un par de botas manchadas de lodo, avanzo tras él por las calles empedradas todavía envueltas con niebla. Al llegar a la plaza, Teófilo sube a una mata de naranjo frente a la comisaría, y a la altura del techo de teja, hace un llamado con el mugido de un cuerno, provocando la algarabía de los zanates en otros árboles de la plaza.

Varios hombres se asoman dispuestos a cualquier cosa que suceda; pues saben que algo anda mal, no es común llamar a reuniones a tan tempranas horas; se dirigen al pequeño corredor de la comisaría donde hacen asambleas los domingos y ponen atención a las palabras de mi padre:

­Ha vuelto el kaxlan, vino a quitarnos la tierra... ¿vamos a dejar que nos corran de aquí? Hemos vivido aquí desde que nuestros abuelos dejaron Bachajón hace mucho tiempo. ¡La defendamos, compañeros!...

El griterío de los hombres espanta a los pájaros de los árboles y vuelan despavoridos hacia todos lados. Sin perder tiempo, avanzamos tumultuosamente por la terracería rumbo a Tila, hacia la laguna. Algunas mujeres se asoman a la puerta de sus casas para vernos pasar, los perros gruñen y nos persiguen con ladridos por la carretera hasta las afueras del pueblo; nos detenemos en la piedra grande el Golol ton, el descansadero, y desde allí escuchamos las risas de los trabajadores. Al acercarnos a la laguna espesa, en cuya húmeda orilla un caballo negro come hojas tiernas, vemos a los hombres venidos de quién sabe dónde dando tajos y reveses al monte. El fuereño camina entre ellos, mirando prevenidamente a su rededor: su mirada se detiene en nosotros y, enrojeciéndose su rostro de ira o de vergüenza, reúne a su gente junto a él. Como si todos ellos hubiesen adivinado nuestros pensamientos, nos miran enfurecidos. Entonces nosotros, ciegos de coraje, nos acercamos. Ellos, obedeciendo a sus impulsos, avanzan contra nosotros. De pronto el miedo me inmoviliza: veo caminar a mis compañeros como si fueran solamente sombras, sin vida, arrastrados por una fuerza incontrolable hacia el encuentro con la muerte. Pareciera ser en un sueño verlos mezclarse con los fuereños, aferrarse uno al otro para tumbarse al suelo y forcejear... De repente vuelven mis sentidos, bruscamente, como si hubiese despertado de una pesadilla atroz, cercana y real... Me descubro a la orilla de la laguna, todavía inmóvil; veo cómo entre ellos se hacen heridas en brazos y piernas, escapan gritos lastimeros, algunos huyen aterrados por el monte y otros se retuercen empapados de sangre sobre la broza. El fuereño se interna en el cafetal, huyendo. Yo avanzo tras él, con una piedra en mano. Al verme desenfunda su pequeño machete y, antes de atacarme, la piedra se estrella en su cara. Cae ensangrentado. Lo arrastro del pescuezo hacia el claro del acahual, junto a su caballo que permanece indiferente. Le aprieto con fuerza, con coraje.

­¡No me mates! ¡No me mates, por favor! --balbucea trabajosamente.

Loco de ira, desenfundo el machete decidido a matarlo.

­¡Lekol, está muriendo tu tata! --grita alguien.

Un escalofrío me estremece. El hombre se zafa de mis brazos y corre despavorido hasta perderse en la espesura del camino. Algunos de sus hombres, perseguidos por mis compañeros, corren como mulas espantadas detrás de él. Me dirijo aprisa donde mi viejo agoniza, junto a heridos bañados en sangre que se arrastran por la broza.

­Hijo, escucha mi palabra, el dinero provoca sufrimiento..., en cambio, la santa tierra te alimenta --dice mi padre, jadeante, como si tuviera sed de aire, su cabeza se reclina sobre las piernas acuclilladas de Teófilo. Sangra una herida profunda en su pecho. La lucha está ganada... ¿Ves que ya no es fácil que nos quiten estas tierras? Nunca le tengas miedo a nadie, ni siquiera al gobernador. Si alguien poderoso te provoca, con la fuerza del pueblo... arráncale el corazón.

En su última palabra, su alma sale agazapada para volar en la inmensidad interminable del espacio.

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Marceal Méndez Pérez es un narrador tseltal originario de Petalcingo, Chiapas. Este relato proviene de un libro inédito de próxima aparición. Es colaborador frecuente de Ojarasca.


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