Usted está aquí: domingo 15 de enero de 2006 Opinión

Carlos Bonfil

Parábola sobre el recelo. Sally Potter, realizadora de Orlando (1992), una estupenda lectura del relato homónimo de Virginia Woolf, estelarizada por Tilda Swinton, y de otros tres largometrajes fácilmente prescindibles (The gold diggers,1983; The tango lesson, 1997; The man who cried, 2000), retoma en su quinta producción, (Yes, 2004), algunos de sus temas predilectos: el desplazamiento, ya no temporal como en Orlando, sino geográfico; los amoríos interraciales donde las relaciones de poder de la pareja se agudizan de modo invariablemente melodramático; la afirmación femenina por vías de la imaginación romántica y la crisis cultural de un Occidente corroído por la intolerancia y por una desconfianza visceral ante lo que le resulta ajeno.

Luego de los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, la realizadora diseña este relato fantasioso, que combina elementos lúdicos y dramáticos, para denunciar el clima de recelo que percibe en su entorno social. La xenofobia como desconfianza instintiva ante una amenaza latente -el vecino, agresor en potencia-, capaz de producir rencor social que envenena toda posibilidad de entendimiento. Potter imagina entonces los efectos de este clima en una relación amorosa, la de un hombre libanés (Simon Abkarian), cocinero en Inglaterra, denominado escuetamente El, y una mujer irlandesa de 50 años, Ella (Joan Allen), casada con un hombre rico (Sam Neill), al que ha llegado a despreciar. Esta mujer es una científica en ayuno de espiritualidad; El, un antiguo cirujano en Beirut obligado a cambiar el bisturí por el manejo diestro del cuchillo de cocina. Juntos descubren la pasión, con arrebatos eróticos en lugares públicos que culminarán en un orgasmo femenino saboreado por El en la punta del índice. Ella ha descubierto la sofisticación sensual, tan distante de su mundo de investigadora, tan lejos de su matrimonio estéril, en tanto su marido se imagina a solas como cantante de rock, incapaz de sobreponerse a la pérdida definitiva de su juventud y de sus ilusiones. Una recamarera (Shirley Henderson) es, muy teatralmente, la cronista del inminente colapso conyugal, y se dirige a la cámara filosofando sobre la incontenible mutación de la materia, la suciedad que deja siempre huellas o la piel que muere cada día liberando células muertas en el aire, todo como metáfora apenas sutil de la vanidad de las pasiones humanas.

En su recuento de esta fantasía amorosa, Sally Potter no ha podido, o no le ha interesado, liberarse del cliché cultural para expresar, de paso, los conflictos sociales que más le interesan. Elige la vía del artificio como fórmula de evasión romántica, y esto se traduce en una cámara demasiado inquieta, con abuso de planos inclinados, movimientos fragmentados o en una cámara lenta en insufrible escena final en una playa cubana, y también en el recurso a diálogos versificados (en pentámetro yámbico, no less), en los que un cocinero negro, otro árabe, dos ingleses, se enfrascan en una disputa xenofóbica que concluye violentamente.

Exceptuada la siniestra relación conyugal mencionada, y la relación muy inconsecuente entre Ella y una sobrina adolescente, no hay en la cinta un planteamiento, un solo conflicto, que no sea interesante o atendible, desde el rencor social que crece en la cocina de un restaurante de lujo, hasta el monólogo de una abuela en su lecho de muerte, con su afirmación de la intensidad vital por vía de la indignación, o por la fidelidad al dogma ideológico, incluyendo esa incomunicación de los amantes, víctimas y exponentes de un recelo cultural y un desprecio racial apenas disimulables. Todo lo anterior sería materia idónea para una reflexión a lo Ken Loach (Ae fond kiss, 2003), o a lo Claire Denis (Viernes por la noche, 2002), y Sally Potter tiene la solvencia necesaria para plantear inquietudes aún más sugerentes o apremiantes. ¿Por qué entonces hacer naufragar lo mejor de la cinta en lugares comunes sobre el adulterio y la pasión amorosa -muy lejos de la sobriedad de In the mood for love (Deseando amar, 2000), de Wong Kar-Wai, demasiado cerca de la penosa Lección de tango propinada hace casi 10 años por la misma directora? ¿Por qué desperdiciar así la notable actuación de Joan Allen? ¿O despegar con tanta invención lírica y placer de la metáfora para aterrizar en el naturalismo ingenuo de una evasión tropical liberadora?

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