Usted está aquí: domingo 15 de enero de 2006 Opinión Juárez y la República como destino

Luis Martínez

Juárez y la República como destino

Larga y dolorosa fue la niñez del huérfano Benito Juárez García; él mismo dice, en Apuntes para mis hijos, que tuvo la desgracia de no haber conocido a sus padres, indios de la raza primitiva del país, porque cuando tenía tres años murieron, habiendo quedado al cuidado de sus abuelos, indios también de la nación zapoteca. A los 12 años inició su primera fuga hacia adelante, se trasladó a la ciudad de Oaxaca, para aprender español y procurarse educación. Más tarde habría de ser encuadernador de libros; luego se inscribió en el Seminario Conciliar de Oaxaca y posteriormente estudió su carrera de abogado en el Instituto de Ciencias y Artes y obtuvo su título en el año de 1834. Propiamente su niñez y juventud estuvieron marcadas por la Guerra de Independencia y por la presencia sobresaliente de Hidalgo, Morelos y Guerrero, y la ominosa dictadura de Antonio López de Santa Anna.

Para don Daniel Cosio Villegas, el señor Juárez tenía los ingredientes que hacen al gran político: fuego en las entrañas, que hace innecesario el reposo; pasión y mesura, que le permitían ser flexible y conciliador; conocedor de la naturaleza humana, que le permitieron entender que en política son pocas las batallas y muchas las escaramuzas, pero que deben ganarse todas éstas para vencer en alguna de aquéllas.

La biografía de un hombre cuyo oficio es pensar debería ser la historia de su pensamiento. Pero en el caso de Benito Juárez existe la dualidad de pensamiento y acción, de palabra y obra, pero sustantivamente se trata de la biografía de un político, más bien la biografía de un estadista, que supo ser el abanderado de su pueblo, a partir de una espectacular huida hacia delante, asumiendo la Constitución de 1857, las Leyes de Reforma, los derechos individuales, la separación de poderes, la enseñanza laica, la tolerancia religiosa, la igualdad ante la ley y el gobierno de las leyes en un contexto democrático y republicano.

La historia nos relata que cuando Benito Juárez se presentó en el campamento del general federalista Juan Alvarez, sólo dijo que llegaba a servir a la causa de la República. Omitió decir que era abogado y que había sido gobernador de Oaxaca: únicamente puso énfasis en decir que sabía leer y escribir.

El alfabeto fue su credencial. Saber leer y escribir era una de sus armas. Era el ariete que tenía en sus manos para derrumbar muros y vencer al despotismo.

Dice Henestrosa que era un pastor de palabras, las ponía en fila, en orden, una tras otra, sin que ninguna se saliera del carril y de las reglas. Eso, y no otra cosa, dijo el clásico mexicano que es la literatura. Pocas palabras las de Benito Juárez, pero ésas, las necesarias, aquellas sin las cuales es imposible decir la verdad. Las palabras de Juárez son escuetas, tienen la consistencia del basalto y del granito.

El 15 de julio de 1867, al triunfo de la República restaurada, Juárez dijo: "ha cumplido el gobierno el primero de los deberes, no contrayendo ningún compromiso ni en el exterior ni en el interior, que pudiera perjudicar en nada la independencia y la soberanía de la República, la integridad de su territorio o el respeto debido a la Constitución y a las leyes. Después de cuatro años, vuelve el gobierno a la ciudad de México, con la bandera de la Constitución y con las mismas leyes, sin haber dejado de existir un solo instante dentro del territorio nacional".

Las nuevas generaciones seguramente nos pedirán cuenta de nuestras obras, de nuestras luchas y de nuestros desmayos. También nos preguntarán qué hemos hecho con el legado de Juárez. Si aquilatamos su imperturbable actitud moral, tan consonante con su fisonomía granítica. Es preciso que no olvidemos que fue el gran defensor de nuestra Constitución de 1857, de las leyes -diría Justo Sierra- en una época en que la República luchó para vivir y agonizó vencida. La vida de Benito Juárez sigue siendo una suprema lección de moral cívica.

Ignacio Manuel Altamirano, coetáneo de Juárez, lo expresó llanamente: "somos -los liberales mexicanos- directamente hijos de la gloriosa revolución de 1789". La revolución francesa con su afirmación de la soberanía popular, la Declaración de los Derechos del Hombre, la preminencia de los principios democráticos y una aura de creación fundacional de la modernidad y la legitimidad republicana.

Sobresale el pensamiento del estadista en su discurso al triunfo de la República, cuando postula: "no ha querido, ni debido antes el gobierno, y menos debiera en el triunfo completo de la República, dejarse inspirar por ningún sentimiento de pasión contra los que lo han combatido".

Benito Juárez es el impulso enérgico de la resurrección nacional. Lo que define a Juárez es su entrega a los intereses de la nación. Lo que lo define es su apego al pueblo disperso y sufrido que mejor se identifica con los intereses de la patria. La lección está vigente. Sigamos su ejemplo y aspiremos a la reconciliación nacional y a construir un nuevo pacto social, sin olvidar que Juárez y su pueblo fueron invulnerables a la desgracia y al desaliento.

Fueron -el pueblo y Juárez- una sola voluntad, la de vencer a cuanta adversidad interna y externa se opusiera a su destino. La grandeza de Juárez es la grandeza del gran pueblo de México. Gracias a Juárez privilegiamos hoy a la Constitución Política que nos rige, que norma y encauza el destino de la nación.

Para don Andrés Henestrosa, en ocasión de su centenario

 
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