Usted está aquí: lunes 9 de enero de 2006 Opinión Feliz 2006, en el año de Cervantes, a Sergio Pitol y su Cervantes

Elena Poniatowska/I

Feliz 2006, en el año de Cervantes, a Sergio Pitol y su Cervantes

Esta era una abuela con su nieto; vivían ambos en una hacienda caliente, de vainilla y especias, cañaverales y zopilotes, vacas, armadillos y gatos escaldados, mosquitos, gallinas ponedoras y gallos intolerables por su insistencia, cañas y azúcar quemada, grillos en la noche y aguaceros que abrillantan en lo oscuro los cafetales, empantanados en la madrugada, charcos negros de pensamientos movedizos, algas que van subiendo y atrapan. La abuela le leía al niño enfermo de todas las calenturas habidas y por haber, las tropicales y las literarias, las venecianas y las que soplan sobre la costa del Golfo de México y, entre tanto, éste crecía bajo las sábanas, larguirucho, secreto, palúdico, complejo, ojón, curioso, desgraciado porque creía que la gracia le había sido negada, sus cejas se iban poblando mefistofélicamente tras el mosquitero, este niño renacentista, inapresable, encantador, sonámbulo, segregado, descendiente de los Capuletos y los Montescos, pero sobre todo de los Deméneghi, los Buganza, los Sampieri, los Pitol.

Mientras la abuela leía, Sergio Pitol empezó a vivir su propia vida de fantasía, su mentirosa vida ficticia, y nunca se ha salido de ella. Nunca de los nuncas ha estado Pitol en ninguna otra realidad. Jamás ha salido del Tesoro de la Juventud. Sus viajes han sido una continuación de ese cuento infinito; de la boca de su abuela Catalina Deméneghi el hilo del cuento fue desenvolviéndose interior y subterráneo y lo llevó a los confines del planeta, entre la zozobra de la oscuridad de los túneles que como grandes canales cavó a brazo partido bajo la tierra. Como buzo, como tuza, como morsa, como foca porque Pitol tiene cara de morsa en sus mejores días; siguiendo ese hilo que es el de Catalina Deméneghi, Pitol llegó a Polonia, pero por debajo de la corteza terrestre, y emergió en Kanal, acuático y terrible, con el gran manto negro del que vive en las entretelas, conoce la utilería, los espectros, y regresa del infierno. El Vals Mefisto lo bailó Sergio en el hotel Bristol antes de escribirlo, o en el Peras Palace de Estambul, en el Ritz de Madrid se derritió como un cirio en brazos de la Pasionaria y en Barcelona abrazó a Marieta Karapetiz y la meció en todos los valses perversos y liberadores, miles de valses al borde del Rin, los mismos que hicieron girar al viejo y maravilloso Giuseppe di Lampedusa en la Italia de Garibaldi. Checoslovaquia, Hungría y Rusia le brindaron las mismas nieves, el mismo sonambulismo; Asia central no lo sacó de sí mismo, inmerso en sus enfermedades y en sus convalecencias, en sus larguísimos diálogos con otro aparecido-desaparecido Juan Manuel Torres, en improbables escenarios que se prendieron a su traje cono la miseria se prende al mundo. Todos los personajes de Sergio Pitol o casi todos, despiertan en el hospital, y cuando no, todos pierden interés en lo que se proponían que es también una forma de hospitalizarse. Sus cuentos son siempre un cuento dentro de otro cuento, recuerdos dentro de otros recuerdos, nunca nada es directo, uno tiene que rasgar el papel o cuando bien le va, desenvolver el cuento, muñeca rusa, caja de sorpresas, Jack-in-the-box impulsado por un resorte, broma que salta a la cara, chorro de agua que te empapa, pastelazo, víbora que pica cuando está uno a punto de domesticarla.

Extraño personaje, Sergio, entre más escribe, más inasible, remoto, entre más adelgaza los límites entre lo fantástico y lo real, más imprescindible. Resultaba menos desarraigado Pitol cuando estaba lejos y podía encontrársele como lo hizo Margarita García Flores en París, en su departamento del Trocadero, a un paso del Bois de Boulogne, que ahora en que camina en las calles de Jalapa y todos lo saludan, lo abrazan, lo felicitan, lo reconocen de "reconocimiento" porque le agradecen el premio Cervantes, le agradecen que camine y esté al alcance de su abrazo. En el Distrito Federal Sergio trabajó en la universidad y fue parte de la redacción de un nuevo periódico, tomaba taxis en medio del estrépito callejero, asistía a las asambleas del PRD y era posible saludarlo en una función de cine o en un concierto prendido siempre al dictado celeste de Catalina Deméneghi.

De la boca de su abuela, de sus palabras en la noche, de ese puente humano, viajó hacia otros puentes, y río arriba remontó la corriente, braceó entre las masas burocráticas que salen a las cinco de la tarde y tienen derecho a extender pasaportes, atravesó de un lado del río a la otra orilla, se internó en la Selva Negra, tradujo a China, conoció al mundo que Julio Verne tragó en 24 horas. Sin embargo no es un viajero ni un devorador de museos. Escribe sobre muchos viajes pero nunca ha caído en la literatura cosmopolita ni en las travesías que reseñan las revistas especializadas. Los países son meros telones de fondo para acentuar personajes mexicanísimos, como Ismael Rodríguez, el director de cine que viajaba con sus chiles envueltos en celofán, uno por cada día de ausencia. En realidad, Sergio detesta la literatura cosmopolita y abomina de las novelas Baedecker. Ahora que ha pasado de los 50 su ideal de vida es el de Luis Cardoza y Aragón, que escribía sólo acerca de lo que le gustaba o interesaba, permanece al margen de modas y de grillas, apasionado de sus amigos, de sus recuerdos, de su esposa, de sus libros y no de su biblioteca, porque, como él muy bien dice, tiene libros y no biblioteca.

Mediante Pitol perdimos nuestra única posibilidad florentina, ha escogido el chipichipi jalapeño para estar más cerca de la Córdoba de su infancia y dice que no falta mucho para que regrese al punto de partida y se tienda junto al río, un sombrero de paja de Italia sobre sus cabellos blancos o bogando rumbo a Tlacotalpan, que le sentaría a las mil maravillas para ir a rendirle homenaje a Josefa Murillo, la alondra del Papaloapan, la que murió de amor. Su madre, Cristina Deméneghi, se ahogó en el río Atoyac, en un día de campo. Sin saberlo, la madre le legó al hijo su condición de náufrago y ésta nunca lo ha abandonado. Siempre hay en él algo de mar y de marino. Siempre regresa a nuestros astilleros pero hasta ahora nunca se había quedado. Permanecer debe haber sido para él una forma de muerte, y el Distrito Federal un puerto de catástrofe; asentarse, algo igual a momificarse, porque Pitol ha tomado todas las naves, ha surcado mares, quiso hundirse en un vaso de agua, quiso que el agua le llegara hasta el cuello, ahogado pretendió no regresar nunca a la superficie, nunca quiso emerger -lo visualiza uno muy bien como un nenúfaro más entre los nenúfares del estanque- hasta que lo salvó a nado su perro, este perro de aguas que es al mismo tiempo su adorado tormento, un perro que se le avienta cada vez que mete la llave en la cerradura de la puerta de su casa, de tal modo que no se sabe quién salva a quién, ni quién vive para quién, si Pitol para el perro -que delimita su espacio y sus movimientos- o el perro que le pone las patas encima y casi lo derriba al recibirlo.

Si uno se fija bien, Pitol habla el español como italiano, lo canta, acentúa determinadas sílabas, lo alarga, lo mece. Es lo único que acuna sobre su pecho, al idioma; la palabra escrita la lleva troquelada, medalla de oro, cincelada entre sus dos corazones, el de la izquierda y el de su íntima tristeza. También lleva colgada del cuello su cultura y las almas muertas de sus personajes, no las de Gogol, sino las de esas figuras fantasmales que desvarían, nos desafían con sus intrigas y sus desmesuras. Desde que Sergio publicó su primer cuento, sus personajes siempre me parecieron extravagantes porque si Sergio parodia nunca nos da la clave, la Falsa Tortuga puede ser y no, María Luisa Mendoza, Marieta Karapetiz puede ser y no Mathilde Lemberger. A Sergio Pitol no le interesa revelar nada, mucho menos dar explicaciones. Avienta su libro y ya. Lo demás es cuestión de tipografía. ¡Ah y de Sacha, que así se llamaba su perro y también uno de los personajes de su novela Domar a la Divina Garza. Nunca de los nuncas puede Pitol interesarse en alguien que no escriba o no ame los libros, y Sacha, como Jan Kott, fue especialista en Shakespeare.

Sergio Pitol vuela alto

Para alguien que tiene una formación periodística del cómo, dónde, cuándo y por qué, como la mía, hablar de la obra de Sergio Pitol es difícil. Es rarísimo el fluir de su conciencia y su introspección me resulta bizantina. Hablar con Pitol en cambio es un deleite, pero creo que es porque hace muchas concesiones. Desde arriba la abuela Catalina Deméneghi ha de estar ordenándole, elixir en sus oídos, ya déjala, ya no sonrías, no tiene ningún chiste, es una estúpida.

 
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