Usted está aquí: domingo 8 de enero de 2006 Opinión El tiempo de la campaña sigue en las leyes, los partidos, las urnas

Rolando Cordera Campos

El tiempo de la campaña sigue en las leyes, los partidos, las urnas

El juego no ha cambiado, aunque las encuestas de salida del año puedan decir lo contrario. El país enfrentará a lo largo del primer semestre varios momentos preliminares de decisión que finalmente desembocarán en una decisión liminar: el mando en la Presidencia de la República para el sexenio 2006-2012.

No hay sondeo capaz de leer el futuro por nosotros, y la insuficiencia de la demoscopía como bola de cristal ha quedado manifiesta globalmente. Sin menoscabo de su utilidad para tomar el pulso de la opinión pública en prácticamente cualquier asunto, en la política del poder se requiere de mucho más que de buenos resultados en las encuestas. Aun si estos resultados son persistentes.

La hora de la verdad en la democracia siempre suena en las urnas y se confirma o se ajusta en las instituciones de organización, supervisión y conteo final de los comicios. Sin tener en cuenta la organicidad del proceso, así como la interconexión obligada entre sus supuestos constitucionales y políticos básicos, no puede haber conducta democrática ni compromiso efectivo con sus mandatos. Todo amenaza volverse de nuevo "incertidumbre sin atributos", y de ahí a episodios y descalabros autoritarios no hay muchos pasos.

Nada de lo anterior obliga a nadie a aceptar como inmutables los procesos, árbitros y desenlaces. Todo está sujeto al escrutinio y a la corrección, siempre y cuando esté previsto en los códigos y, cuando no lo esté, por lo que finalmente decida la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Asumir todo esto no quiere decir, sin embargo, aceptar sin reparo alguno los dichos, hechos y despropósitos de sus ministros, como aceptar y defender el sistema electoral articulado en el IFE no debe implicar obediencia o confianza ciega en todas y cada uno de las decisiones de sus consejeros.

Mala obra le hacen a López Obrador quienes con sus pésimas metáforas futboleras, como hiciese el presidente nacional del PRD, refuerzan el prejuicio aviesamente coreado por muchos de que el 2 de julio nos jugamos el todo por el todo, a consecuencia de que el candidato perredista estaría dispuesto a pasar por encima, no de la voluntad popular, sino de la de quienes tienen la obligación de encauzarla y convertirla en una nueva realidad política en el Estado. Pero peor obra realizan quienes se dedican todos los días a proferir profecías que desearían autocumplidas, basadas en lecturas paranoicas de la realidad política mexicana o en malas traducciones sobre el espectro del populismo, que, según ellos, de nuevo recorre el mundo para despojarlo de una armonía que sólo el más grosero globalismo todavía puede postular como el fruto del cambio turbulento de las décadas recientes.

La analogía en política tiene sus exigencias y límites, y una de ellas es la de no abusar de una generalización que no tiene sostén en la historia ni en los datos básicos que dan cuenta de conductas y proyectos de los actores que luchan por el poder. Tampoco nos llevan muy lejos estos ejercicios, si sus autores insisten en soslayar que detrás del discurso antipopulista están proyectos económicos, políticos y aun sociales, de clase, dirigidos a mantener y acelerar los profundos cambios en la distribución de la riqueza y el ingreso que en contra de la mayoría tuvieron lugar en la fase frenética de la reforma neoliberal, que culminó con la desnacionalización bancaria pero no empezó ahí, sino en la desprotección casi generalizada de grandes grupos de productores, empresarios y trabajadores, hecha al calor de los ajustes de los 80 y del cambio estructural de los 90.

Hay una historia que deberíamos empezar a escribir aunque sea de modo provisional, si en efecto queremos que haya un debate sobre lo que toca hacer en materia económica y política con el cambio de gobierno. Ciertamente, hoy se vale reclamar de los contendientes que nos digan con la precisión que sea posible por qué hay que votar por ellos.

Es decir, la sociedad no puede aceptar que, por ejemplo, los programas televisados con los entonces precandidatos hayan sido el foro suficiente para aclarar diferencias y encontrar la vía para construir un piso común de diagnóstico que permita discutir y decidir nuestro voto.

De aceptar lo anterior, la ciudadanía y los partidos estarían dejando el campo libre para la mercadotecnia y la publicidad sin contenidos, savia de quienes desprecian la deliberación política popular que es el sustento de la democracia. Falta mucho por decir y argumentar sobre la situación de México al despuntar el milenio, y de eso quieren oír hablar los mexicanos a quienes aspiran a ser sus mandatarios.

Por ahora, por desgracia, aparte de la avidez de las empresas mediáticas y de sus lamentables personeros en el cabildeo parlamentario, no hay más oferta que la de la antipolítica en moto, que so pretexto de cambiarlo todo no teme echar por la borda lo poco y mucho logrado para civilizar la política y hacer creíble la democracia. Pero la campaña que el país requiere todavía está del lado de las leyes, los partidos, las urnas. Y a ellos hay que atenernos hasta para luego cambiarlos de nuevo. Sin esto no hay curso popular con futuro.

 
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