Ellas no torturan a la víctima
¿Por qué matan las mujeres?
Librarse del maltrato una de las causas más frecuentes
Hay pocas asesinas seriales en la historia

Amalia Rivera

Desde tiempos inmemoriales el asesinato de mujeres ha sido una práctica habitual del patriarcado: es historia vieja; sin embargo, a partir del siglo XXI se ha intensificado y recrudecido al extremo que estamos ingresando a la “era del crimen sexual”, con violación, tortura y asesinato. Durante siglos las prostitutas fueron el blanco preferido del asesinato sexual; en la nueva era el blanco se amplía en abanico abarcando a todo el género, sobre todo a las clases sociales más desprotegidas, como demuestran los feminicidios de Ciudad Juárez.

El objetivo es uno: aterrorizar a las mujeres y delimitar muy claramente quién ostenta el poder.

Según Julia Monárrez, esta nueva era arranca en 1888 con los crímenes de cinco prostitutas a manos de Jack El Destripador, cuyos asesinatos en un principio no merecieron la atención de Scotland Yard (el departamento de policía británico), pues, a decir de Jess Franco, “la desaparición de una puta en Whitechappel, un barrio de prostitución y miseria, no era más importante que la de una paloma en Marbel Arch o una rata en las cloacas de Mayfair. Sólo en semejante ambiente puede un hombre asesinar impunemente con extraña perfección”.

La alarma que despertó el poliasesinato cometido de manera casi idéntica, entre agosto y noviembre de ese año, se fue diluyendo: primero vendió bien en la prensa británica, porque sirvió para relegar asuntos peligrosos para el gobierno y la corona, pero con el tiempo todo quedó en el olvido y más de un siglo después permanece convenientemente oculta la identidad del asesino y, desde luego, el castigo quedó pendiente. Y no sólo eso sino que El destripador es hoy una figura respetada en el cine, la literatura y la misma sociedad por su “inteligencia”: es una leyenda construida a la sombra de la impunidad y la tolerancia.

Muchos años después de esos crímenes, refiere Franco, Scotland Yard publicó, casi silenciosamente, documentos desclasificados, como el diario de Jack en el cual daba pormenores de sus asesinatos para vanagloriarse y firmaba con su nombre completo: Eduardo, duque de Clarence, quien no era otro que hijo de Eduardo VII, nieto de la reina de Inglaterra.

Eduardo, alias Jack El Destripador, murió de sífilis a los 28 años, casualmente poco después de la serie de crímenes. Quizá la muerte le impidió completar la lista de 16 prostitutas que envió a la policía. O tal vez paró cuando vio que le pisaban los talones.

El duquecillo era cazador y sabía descuartizar a sus presas, lo que demostró con creces en sus víctimas; además frecuentaba los prostíbulos de Whitechappel. William Gull, médico de cabecera de palacio, confirmó la identidad de Jack, testimonio que como era de esperarse, desató la defensa a ultranza de Eduardo, no obstante que la autoinculpación en el diario y la caligrafía no dejaban dudas. Pero como se trataba de prostitutas y de un noble, comenta Franco, “se echó tierra al asunto, ya que esas desheredadas de la fortuna sólo podían terminar violentamente (…) Poco importaba si morían devoradas por la sífilis, la malaria o el cólera. No existían, no estaban censadas, no podían esperar ninguna protección. (…) Si El Destripador hizo de Whitechappel su coto de caza, fue por diversión: matar y destazar mujeres era más apasionante que perseguir animales salvajes (…) No sabemos si la reina Victoria conoció las hazañas de su nieto, o si sólo lo supo al final. Tanto da. En el fondo, puede que a ella no le importara demasiado, como no le importaron las ejecuciones masivas en India o en Pakistán”.

Las matanzas del Asesino del bisturí hace más de cien años en Inglaterra o las de los autores de los feminicidios en Juárez ahora, son expresión del poder patriarcal que necesita humillar sexualmente a la víctima, degradarla y colocarla en su valía por debajo de un objeto inanimado.

El asesinato sexual “no es fruto de una maldad inexplicable o del dominio de monstruos. Por el contrario”, señala Monárrez, “es la expresión última de la sexualidad como una forma de poder”, razón que descartaría a las mujeres de practicar el asesinato sexual.

Un caso de asesinato colectivo a manos de mujeres registrado en Hungría dibuja con nitidez los móviles que pueden llevar a una mujer a segar vidas. Durante la Primera Guerra Mundial, Nagyrev fue convertido en campamento de prisioneros de guerra; algunas mujeres solas tomaron a los extranjeros como amantes, otras como confidentes, pero sobre todo experimentaron libertad. Cuando sus maridos, padres, hermanos u otros parientes volvieron del frente con el machismo exacerbado por el combate, recrudecieron los malos tratos habituales hacia ellas, por lo que más de 50 esposas utilizaron arsénico: hubo más de 300 muertos. Se dice que Julia Fazekas –detenida en 10 ocasiones entre 1911 y 1921 acusada de realizar abortos– les proporcionó el veneno que elaboró con una receta casera, mientras su primo era el encargado de levantar las actas de defunción… por muerte natural. Todo apuntaba que serían “crímenes perfectos”, hasta que una se “arrepintió” y llorosa contó todo a la policía, que arrestó a 38 mujeres –una de 70 años–, pero no a Fazeka, no fue necesario, ya que se suicidó antes. Ocho fueron sentenciadas a muerte, siete a cadena perpetua y el resto tuvo condenas variadas. Rose Hoyba confesó que mató a su cónyuge por “aburrido”; María Varga envenenó a su esposo, héroe de guerra ciego, cuando la acusó de “traer demasiados amantes a casa”; María Szendi declaró: “Maté a mi marido porque siempre quería tener el control. Es terrible la forma en que los hombres siempre quieren todo”.

Otro caso es de Rusia, donde madame Popova cobraba poco por el trabajito o incluso regalaba sus venenos a las campesinas golpeadas por sus cónyuges que recurrían a ella. Una clienta compungida la denunció en 1909. Popova confesó orgullosa: “Liberé a más de 300 mujeres e hice un gran trabajo alejando esposas infelices de sus tiranos”. Fue ejecutada por un pelotón de fusilamiento. En su defensa alegó: “Nunca maté a una mujer”.

Las mujeres no destazan el cadáver

A diferencia del homicida serial macho, las mujeres no destazan el cadáver ni torturan a la víctima; generalmente usan veneno en dosis bajas para registrar el homicidio como muerte natural y sin sufrimiento. No acechan ni buscan a su víctima, porque está ahí: duermen con él y está en el hogar mismo: el marido, seguido de parientes enfermos o ancianos, y en casos extremos los hijos, por pobreza, muchas veces acompañados del subsecuente suicidio de la madre .

Las asesinas seriales, a decir de Angela Tapias son desestimadas por el sistema judicial y la academia, “tal vez porque no utilizan métodos violentos, sino letales, como el envenenamiento, o porque los índices estadísticos no son tan altos como con los hombres homicidas: cinco y 15 por ciento respecto a ellos. Y tan no son tomadas en serio que se ha optado por aplicarles el mote popular de “viuda negra”. “vampiresa”, o “ángel de la muerte” en el caso de quienes mataron a enfermos y ancianos bajo su cuidado “para que dejaran de sufrir”. El móvil suele ser económico, pero también una salida desesperada ante el constante maltrato físico o emocional, el abandono o la traición.
Es tan limitado el fenómeno respecto de la versión masculina que algunos sustentan que no existe, puesto que el impulso de poder o de mero placer que induce a los varones a violar, torturar y matar es opuesto en las mujeres asesinas.

Aun el caso de Ailen Wuornos –recogido en la película Monster (2003)–, catalogada como la primera serial killer en la escueta lista negra femenina de Estados Unidos, merecería una revisión.

“Se lo merecían, lo siento por sus familiares, pero lo único que hice fue defenderme”, reiteró Aileen más de 60 veces en el juicio. Nadie le creyó: era una prostituta, la última en la escala social, y lesbiana para mayor estigmatización, razón por la que seguramente odiaba a los hombres, luego entonces debía aguantar ser violada y golpeada, que para eso le pagaron. Asesinó a tiros a seis clientes que la atacaron. Empero, durante su largo ejercicio en la prostitución, refirió su defensa, pudo haber asesinado a decenas de hombres, pero no lo hizo e inclusive algunos testificaron que nunca fueron amenazados.

Wuornos recibió la pena de muerte el 9 de octubre de 2002 en Florida tras ser procesada por los seis asesinatos y a pesar de que sólo fue declarada culpable por uno: el de Richard Mallory. No se tomó en cuenta que ese hombre anteriormente fue culpable de tentativa de violación en Maryland y de amenazar con dañar a otras mujeres, evidencias que se ocultaron en el juicio y que cuando finalmente se presentaron al juez éste las consideró “inadmisibles: era demasiado tarde”. Después de todo, era una prostituta menos, un asesinato que no requería una investigación a fondo, igual que no lo mereció el de Mary Jeannette Kelly, la puta inglesa y alcohólica de 25 años cuyo corazón seguramente Jack arrojó a los perros hace más de un siglo, igual que fueron minimizados los feminicidios de Ciudad Juárez, hasta ahora que las mismas mujeres decidieron tomar el asunto, o los de ancianas en el Distrito Federal.

Si bien existe un aumento en el índice delictivo femenil (anteriormente era de una por cada 50 delincuentes hombres, hoy la proporción se eleva a una por cada cinco en México), ellas no suelen ser cabezas sino copartícipes; las cárceles están pobladas de mujeres que delinquieron por amor; sin embargo, están creciendo, aunque aún en casos aislados, las lideresas de organizaciones delictivas. En estos casos el móvil es económico, quizá el anhelo de poder y de revertir la situación de sometimiento, pero no el sexual.

En la nueva era del asesinato sexual, que se ha extendido a la sombra de la impunidad, la mujer ha pasado a ser un objeto desechable, basura, como todos los productos del neoliberalismo. Alguien tiene que detener a los asesinos sexuales, alguien tiene que imponer un control social para evitar la reincidencia de un comportamiento que se nos ha hecho ver como “inmodificable e imparable”. Las víctimas de Jack El Destripador y de todos los asesinos piden que no las olvidemos, que no nos quedemos en el facilismo de pensar que murieron a manos de “un loco o un drogadicto”, que luchemos por restablecer la verdad y la justicia en cada uno de sus casos. Nosotras tendremos que hacer lo que, ya sabemos, nadie hará por nosotras.


Referencias:

Julia Monárrez Fragoso, Feminicidio sexual serial en Ciudad Juárez: 1993-2001, Debate Feminista, año 13, Vol. 25, abril 2002.
Jess Franco, “El asesino del bisturí”, El País Semanal, 23/10/05)
Robert Ressler, Los que combaten a los monstruos (La nueva nomenclatura del mal).
Mariana Enriquez. “Simplemente sangre”, Página 12, 12/08/05
Angeles Tapias Saldaña. Asesinos seriales.


Los números de los/as asesinos/as seriales

• En el mundo, 75 por ciento de los asesinos seriales se encuentra en Estados Unidos; en ese país el estado de California posee la mayor tasa de asesinatos seriales en la historia, seguido de Texas, Nueva York, Illinois y Florida.

• En Europa, los países más poderosos son los que poseen mayor índice de asesinos seriales: Inglaterra, Francia y Alemania. Sólo estos tres países conjuntan 68 por ciento de asesinatos en serie en el continente.

• 90 por ciento de los asesinos en serie son hombres.

Según estudios realizados por el FBI, 85 por ciento de los asesinos en serie tienen clara aversión contra las mujeres, a quienes tratan de eliminar tan rápido como les sea posible.

• 65 por ciento de las víctimas son mujeres; 89 por ciento de las víctimas son personas blancas.

• 86 por ciento de los asesinos seriales son heterosexuales.

• 44 por ciento de los victimarios inicia sus asesinatos entre los 20 y 30 años de edad. 26 por ciento se inicia en la adolescencia y 24 por ciento a partir de los 30 años.

• En el 90 por ciento de los casos el asesino es un hombre, el restante 10 por ciento son mujeres, entre los 20 y 30 años de edad. Dentro del grupo de las mujeres se destacan Delfina y María de Jesús González quienes alcanzaron la fama en Guanajuato, México, después de asesinar siete hombres y más de 80 mujeres a las que inducían a la prostitución, las torturaban y finalmente las asesinaban degollándolas.

• De los asesinos, el 84 por ciento son caucásicos, un 10 por ciento son negros y el restante son latinos y orientales.

• Los asesinos seriales tienen tendencia a pertenecer a instituciones que representan autoridad (policía, ejército o agencias de seguridad privada). Ejemplo de ello son Bianchi y Buono, conocidos como Los asesinos de la colina, quienes se disfrazaban de policías para tener fácil acceso a las víctimas.

• El primer caso documentado de una asesina serial es el de la condesa húngara Elisabeth Bathory (1560-1614), quien tras la muerte de su marido se dice que mató y torturó a 300 mujeres de entre 12 y 18 años, a las que desangraba para obtener la “fuente de la juventud”, ritual que practicó durante una década. Si bien existían rumores de las desapariciones, las autoridades no actuaron porque se trataba de campesinas; sin embargo, cuando la víctima fue una noble, entonces el rey ordenó tomar el castillo y aparecieron los cadáveres. Bathory, quien, se dice, “practicaba las ciencias ocultas”, nunca se declaró culpable ni fue procesada, quizá porque pertenecía a una acaudalada familia de Transilvania, pero en castigo fue tapiada en su dormitorio, sólo dejaron unas rendijas por las que entraba el aire y la comida. Después de cuatro años murió. Sus cómplices, dos “hechiceras”, fueron quemadas vivas.

Fuentes:

Asesinos en serie. El placer de matar. http://www.mipunto.com/temas/3er_trimestre05/asesinos.html)
Angela Riaño, El perfil del crimen. Estadísticas sobre los asesinos (http://www.pesquisasenlinea.org/art1.ssp?id=124)
Mariana Enríquez. “Simplemente sangre”, Página 12, 12/08/05

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