Usted está aquí: domingo 18 de diciembre de 2005 Opinión El arte vivo de la muerte

Angeles González Gamio

El arte vivo de la muerte

Los antiguos cementerios de la ciudad de México son custodios de extraordinarias obras de arte, que realizaron muchos de los mejores artistas decimonónicos y de principios del siglo XX. Esta estética poco estudiada, afortunadamente ya tiene su cronista, la arquitecta Margarita Martínez Domínguez, quien se ha dedicado desde hace varios años a investigar acerca de las esculturas y monumentos de los panteones más importantes de la capital, algunos ya desaparecidos, como el de Santa Paula, que estuvo en la colonia Guerrero y llegó a ser el de más prosapia en una época.

Ahí se sepultó, en el marco de una pomposa ceremonia, la pierna de Santa Anna, misma que años más tarde, en uno de los numerosos derrocamientos del nefasto personaje, que ocupó la presidencia 11 veces, fue sacada del sepulcro con violencia por una turba, que la arrastró por la ciudad profiriendo insultos contra el dictadorzuelo.

Otros cementerios de fama fueron el Campo Florido, Santiago Tlatelolco, San Lázaro, Nuestra Señora de los Angeles y Santa María la Redonda. De los que aún existen, la arquitecta nos habla del Inglés, el Francés de la Piedad, el Español, el de San Fernando, el del Tepeyac y el enorme de Dolores, donde se encuentra la Rotonda de las Personas Ilustres, que ni están todas las que son, ni son todas las que están. En las dos obras que la cronista ha publicado sobre el tema, se remonta a los antecedentes prehispánicos, ilustra acerca de las costumbres funerarias durante el virreinato, la evolución en el siglo XIX y los usos contemporáneos.

Verdadero tratado de arte, en el libro Para entender el arte funerario, expone, entre otros interesantes datos, una sucinta historia de la escultura en México del siglo XVI al XX. Escribe sobre los estilos prevalecientes en las distintas épocas, nos da a conocer los autores y lapidarios que trabajaron escultura funeraria. Aquí nos enteramos de que prácticamente todos los artistas famosos de la época hicieron trabajos para los cementerios.

Toda familia pudiente mandaba construir un monumento para sus difuntos, y no dejaba de haber una competencia para tener la mejor escultura, del autor más afamado. Los que no contaban con recursos suficientes, contrataban en los talleres, donde trabajaban hábiles artesanos que copiaban, con sus modificaciones simuladas, los trabajos de los grandes maestros, con frecuencia con excelentes resultados.

El libro nos enseña a reconocer el significado de la iconografía, que clasifica en una extensa tipología: figuras antropomórficas (sacras, angélicas, alegóricas, representación de dolientes y de almas), animales, vegetales, objetos como emblemas, cósmicos o arquitectónicos, o relacionados con alegorías filosóficas o escatológicas. Los árboles, por ejemplo, según la especie significan algo distinto; si está completo o trunco, si tienen follaje o si las ramas se desgajan, lo que significa dolor.

Recientemente hicimos una visita al panteón del Tepeyac, situado en la cima del cerrito del mismo nombre, donde estaba esculpida la diosa Tonantzin, que era venerada en ese sitio, que desde la época prehispánica recibía peregrinaciones de los tatarabuelos de quienes actualmente acuden a venerar a la Virgen de Guadalupe, cuyo onomástico se festejó hace una semana con la presencia de millones de fieles.

Alrededor de 1716 comenzaron a hacerse enterramientos en el lugar, y en 1865 fue inaugurado oficialmente por el canónigo Juan María García Quintana. A partir de esa fecha, ilustres personajes han sido sepultados en el vasto y bello cementerio, con terrazas, andadores, una magnífica vista y por doquier soberbias esculturas y monumentos impresionantes.

Absurdamente ha estado cerrado al público desde hace años; ahora se está restaurando y el gobierno de la ciudad tiene proyectado abrirlo como museo. El asunto se ha detenido por la oposición de personas que tienen los restos de sus extintos a perpetuidad y se niegan a que sea un espacio de visita pública. Confiamos que pronto se resuelva y que se permita que los visitantes, con el mayor cuidado y respeto, se solacen con el arte funerario y conozcan la última morada de quienes hasta ahora, para muchos, únicamente son nombres de calles: Gabriel Mancera, Rafael Lucio, Manuel M. Contreras, Ponciano Díaz, José María Velasco, Lorenzo de la Hidalga, Xavier Villaurrutia, Rosario Santín y Santa Anna, quien seguramente no tiene calle con su nombre.

Ya estando aquí, había que darse una vueltecita por las basílicas, la antigua y la moderna, y saciar el hambre con antojitos, la sed con una refrescante cervecita fría y de postre unas olorosas gorditas de La Villa, calientitas, recién hechas en comal y envueltas en colorido papel de china.

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