La Jornada Semanal,   domingo 11 de diciembre  de 2005        núm. 562
CINEXCUSAS
Luis Tovar
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 EL PECADO SOLIPSISTA

En el anecdotario de Algunos quedará la razón por la cual La virgen de la lujuria, dirigida por Arturo Ripstein en 2002, demoró tres años para ser exhibida en México, país que la coprodujo con España y Portugal. Y en el anecdotario de Otros quedará la causa por la cual esta cinta engrosó la inusualmente nutrida presencia de México en la XLVI Muestra Internacional de Cine, que actualmente prosigue su ya habitual recorrido.

Al respecto hay que considerar al menos tres desprecios: el que las compañías distribuidoras suelen prodigarle al cine nacional, el que buena parte del público todavía siente por dicho cine y, finalmente, el que Ripstein ha manifestado por dicho público.

Tras la mención especial que la cinta obtuvo en el Festival de Venecia de aquel año, Uno se imaginó que sería exhibida más o menos pronto, pero nada; el tiempo siguió pasando y, en más de un sentido, esta virgen lujuriosa se dedicó a envejecer.

EL DECRÉPITO EXABRUPTO

A estas alturas ya no es novedad afirmar que Ripstein tiene admiradores y detractores cuyo único punto en común es la enjundia, cuando no la virulencia, con la que expresan sus opiniones. Los primeros se han mostrado incapaces de ver un solo defecto en la dispareja filmografía del autor de Foxtrot y La ilegal, mientras los segundos están imposibilitados para reconocer los méritos del realizador de Tiempo de morir y El lugar sin límites.

Tampoco es un secreto para nadie que el cine de Ripstein dio un giro cuando Paz Alicia Garciadiego se convirtió en su guionista de cabecera. A partir de entonces han desplegado lo que pareciera ser un universo con reglas propias que, según el caso, poco o nada tiene que ver con el mundo de afuera, llámese éste cotidianidad o localidad.

También se ha dicho con frecuencia que Ripstein-Garciadiego hacen un cine de vocación neofolclorista, útil y bueno para llenar el ojo de todo aquel extranjero dispuesto a maravillarse con la exposición de la miseria nativa, sea ésta material o espiritual, sin importar si verdaderamente reproduce la realidad de la que quiere hacerse eco. En términos generales, el resultado de tal propuesta creativa ha sido una combinación de loas que por lo regular vienen de fuera —complementadas por el corifeísmo local de Unoscuantos—, y un escepticismo que surge de dentro.

¿VEROSIMILIQUÉ?

Lo único que pareciera claro en la confusión emanada de tanto extremismo, es que a Ripstein-Garciadiego la verosimilitud narrativa les tiene perfectamente sin cuidado. Así ha sido desde hace más de tres lustros y así se aprecia en La virgen de la lujuria. La sensación de estar ante una cinta que busca la provocación o el desasosiego, comenzando por su oximorónico aunque más bien tramposo título, va diluyéndose gradualmente al encontrarse, una vez más, con un núcleo narrativo donde lo más o lo único importante es la exposición aletargada de una decrepitud anímica que hace presa de todos los seres que pueblan el universo ripsteiniano. En este caso, un mesero —Luis Felipe Tovar, cuya capacidad histriónica da para mucho más que este pasmado timorato—, una prostituta española medio esquizofrénica —Ariadna Gil, manierista a más no poder en un papel que exigía sutileza y equilibrio—, y un grupo de exiliados españoles de la República derrotada, naturalmente obsesionados en matar a Franco, pero que aquí dan la sensación, equívoca y enojosa, de ser nada más que un puñado de resentidos impotentes y hasta pueriles.

Por más que se ha querido amalgamarlos en virtud de la unidad espaciotemporal, los dos asuntos de la película: el amor masoquista y condenado al fracaso del mesero Ignacio por Lola, y las actividades del grupo de exiliados —que se reducen casi siempre a su prolongada y quejumbrosa permanencia en la mesa del café donde trabaja Ignacio—, no consiguen paridad ni balance. Por momentos da la impresión de estar viendo dos películas a la vez, y por eso el desenlace de la historia se siente forzado.

A dicho descoyuntamiento narrativo hay que añadir dos elementos que al realizador le han funcionado en otras cintas, pero que aquí sólo consiguen embarazar una historia de por sí pesada: la lentitud expositiva y el recurso a romper el hilo de la trama poniendo a los protagonistas a cantar de súbito.

Si bien es cierto que toda propuesta creativa es personal, eso no debería significar que ha sido hecha para el gusto o el consumo exclusivo de su realizador. En ese sentido, La virgen de la lujuria peca de grave solipsismo.