La Jornada Semanal,   domingo 11 de diciembre  de 2005        núm. 562
 

Víctor Manuel Mendiola

Ruth Fainlight

En el lenguaje de la poesía actual, la experimentación o el rigor muchas veces han sido pretextos para esquivar situaciones esenciales del hombre contemporáneo. Por eso es tan sorprendente —y grato— encontrar un poeta donde los recursos más estrictos son el medio natural de mostrar la compleja trama de todos los días de la vida humana.

Este es el caso de Ruth Fainlight. En ella lo "difícil" y lo "fácil", lo áspero y lo suave, lo sublime y lo grotesco se abrazan, formando una dualidad de iluminación psíquica y sombra espiritual. Esta unidad y esta contradicción ofrecen además otra cualidad, un ingrediente adicional valeroso. Fainlight nos propone una visión elevada y aguda no sólo para ver el mundo, sino para ver su propio mundo y para que nosotros, los lectores, los extraños, la veamos a ella en él con todos sus defectos. Éstos acaban siendo tan esclarecedores por su "sinceridad" compleja y por su dura bondad.

La autobiografía, la "sinceridad" que hallamos en estos poemas —nada tienen que ver con los facilotes poemas confesionales y coloquiales de la más reciente poesía norteamericana— habla el lenguaje de un tiempo que se ha elevado en un laberinto de iconos y señales (la ópera, el choque de culturas, la pintura...) y que, sin embargo, no ha dejado de hablar de la rudeza ambivalente de las cosas en la mejor vena dramática. Un peine, por ejemplo, ese objeto tan simple, nos confronta en el espejo. Exactamente igual que a la reina que odiaba a Blanca Nieves. Un peine arregla el pelo de una hermosa y de una fea. Al arreglar nuestro cabello, ¿de qué lado estamos nosotros? ¿Desde qué orilla comprendemos la realidad? ¿Somos la princesa o la bruja o un ser intermedio, alguien más común por anodino? ¿Cuál es nuestro verdadero cuento?

Fainlight no duda en contar el suyo con un aplomo, una ironía y una humanidad notables:

Un cabello lacio de mi cepillo,
desprendido fácilmente —pienso—
de la cruel princesa quien sostuvo
de puntas una hoja extendida y cargó
su vestido para peinar
su cabello con tanto cuidado que
cuando ella se apeó, ni un rizo
ni una trenza fueron visibles
sobre la lisa tela blanca.
Yo nunca imaginé
ser la princesa —la criada sí.
Debo preferir el rol
de víctima. (Aunque a veces no.)
Lo mejor es olvidar el cuento
y usar el peine; los hombros
de mi bata muestran
que estoy perdiendo mucho pelo
con el áspero golpe de mi propio cepillo.

Cualquier situación, cualquier objeto son el escenario de una paradoja, de un camino que se bifurca y que nos confronta. Pensar las posibilidades de nuestra vida es una conquista, pero siempre acaba siendo un triunfo doloroso. Sobrevivimos esta experiencia —en la poesía de Fainlight— por un buen humor crudo. El peine de pronto se convierte en un talismán y es una broma, que hablan el artificio y el arte tan laboriosos de la verdad. Fainlight sabe muy bien que la única manera de llegar al centro de las cosas es por el camino torcido de la contradicción: haciendo distingos chocantes; rozando cierto crispamiento para tocar la bondad; aceptando que un pie cojo o una mano chueca nos hará tropezar, pero que también nos completará; diciendo sí y diciendo no. Sabe que eso es lo que aprendemos —si no caemos en engaño— en el Cosi de Mozart o en el Sueño de Shakespeare. Estos creadores inmensos sabían perfectamente bien que sus personajes, los hombres que los rodeaban y ellos mismos eran más confusión que claridad. Estamos hechos de gestos solemnes y mohínes ridículos; de lo que sube y de lo que baja.

Pero hay en la poesía de Fainlight otro elemento también muy apreciable: lo que podríamos llamar la normalización de la simultaneidad. En sus poemas, como en gran parte de la poesía moderna, encontramos varios planos en movimiento. Pero en ella estos hilos entrelazados han cobrado una naturalidad asombrosa; son el tejido de una prenda familiar: el olor de la comida en la estufa, la ópera que suena, la pareja que pelea o que hace el amor en el departamento de junto, las burgas de las mujeres en Afganistán, el periódico, Shakespeare, los guapos talibanes... Todo sucede. Armándose/desarmándose, afuera y adentro del instante del pensamiento, que revela la miseria del tiempo; también la felicidad que implica ese nudo de coincidencias y comunión. Este es el tema del poema "Traviata". Fainlight comprende que esa técnica que llamamos simultaneidad es una manera de ver el mundo más compleja y más rica, pero no sólo más divertida e irónica, sino también no tan complicada y profundamente bondadosa. La simultaneidad nos relativiza, nos disminuye al dividirnos; nos regala la revelación de nuestras múltiples caras o de las múltiples caras de nuestra mente. Todas: las buenas, las feas y las malas. Por eso podríamos decir, si pensamos en los poemas de Fainlight, que la simultaneidad se ríe de nosotros o que desde ella nos podemos reír mejor y más libremente de nosotros mismos. En la poesía moderna, la simultaneidad es nuestro príncipe y nuestro bufón. La poesía de Ruth Fainlight tiene la gracia del príncipe y la profundidad temeraria del bufón. Ambos tocan a nuestra puerta.